El coruñés es capaz de comerse, en tiempos de guerra, una croqueta frita en aceite de varios usos, pero solo tiene paladar para una cerveza. Seguramente, el primero de los Rivera, José María, estaba lejos de imaginar la pervivencia del legado que estaba por crear cuando hizo las maletas y se embarcó desde el puerto de A Coruña destino la Habana en busca de mejores porvenires. No era coruñés, sino de As Pontes, pero eso poco importa llegados a este punto. A partir de ahí, una fecha, profética desde ese entonces: 1906, año en el que plantó la primera fábrica del bebible destinado a convertirse en uno de los símbolos de esa ciudad, que José María Rivera Corral, haría también suya. Curiosamente, aquella primera factoría de cerveza y hielo se ubicó en Cuatro Caminos, enclave donde años después se celebraron, cuando las hubo, las victorias del Real Club Deportivo, la (otra) gran institución coruñesa fundada en aquel fructífero año, con perdón de la tercera cabeza del perro, la Real Academia Galega, igual de relevante, pero, de seguro, con un menor grado de identificación entre los coruñeses.

Rivera Corral, el primero, escribió su nombre en la historia de la ciudad sin saberlo, como lo hicieron más tarde sus hijos y los hijos sus hijos, que hicieron honor al apellido y al carácter familiar, hereditario y casi litúrgico del sello: Hijos de Rivera, porque a veces el “hijo de” molesta, pero otras, se lleva con orgullo. Estrella nunca renunció tampoco a su propio apellido, Galicia, aunque hubo quien propuso prescindir del elogio al localismo en aras de una mayor expansión. Un acierto, si se atiende a la andadura posterior. Estrella Galicia se quedó, en contra de las previsiones de gurús y agoreros, y el lenguaje popular hizo su parte: “Ponme una Estrella, ponme una milnueve”. “Ponme una pelirroja merchi”, se ha escuchado en los últimos tiempos, en referencia a la última invención de los Rivera, la Galician Red Irish. Pocas marcas han conseguido, de forma tan eficaz, el triunfo de la metonimia. El continente por el contenido.

Visitantes recorren una de las salas del Museo Mundo Estrella Galicia, durante la presentación de uno de los ‘tours’ que recorren sus instalaciones. Abajo, exteriores de la Fábrica de Estrella Galicia. Álvaro Valiente / La Opinión

Ahora es extraño pensarlo, pero no todo fue beber y cantar en la industria cervecera. En el año 2000, el consumo de cerveza atravesaba una crisis que se alargaba desde la década anterior, y que solo el turismo extranjero, ávido de algo fresco que llevarse al gaznate, era capaz de suavizar. El mercado cervecero mundial iniciaba el proceso de integración del que surgieron los principales gigantes del sector, como SABMiller, mientras que en España la industria cervecera se iba reagrupando en una estructura que recordaba a una muñeca rusa, en perjuicio de las pequeñas del gremio: Cruzcampo y El Águila pasaron a integrarse en Heinekein; La Estrella de Levante, El Turia o Balear de Cervezas se juntaron bajo el paraguas de Estrella Damm y Mahou y San Miguel ahora son una misma cosa. Hijos de Rivera hizo honor, ya entonces, al lema que acuñaría 20 años después para dar aliento al sector tras la sacudida de una pandemia imprevisible: Somos resistencia.

El grupo se hizo con las redes de distribución abandonadas tras las fusiones, lo que propició su expansión nacional; y si entonces lo habitual era que los gallegos que hacían turismo en otras localidades se sorprendiesen al ver un cartel de Estrella Galicia, una terraza serigrafiada con su emblema o, con suerte, el producto disponible en bares y cafeterías mesetarias, de un tiempo a esta parte lo inhabitual es lo contrario. La cerveza gallega llegó para quedarse, sin perder un ápice de su personalidad, tanto en receta como en envoltorio; y sin renunciar a la parafernalia de sus orígenes, a Madrid, Andalucía, Cataluña y el Levante, aunque pronto estas regiones se quedaron, también, pequeñas: la filial Rivera-Shanghái no tardó en llegar, como lo hicieron Estrella Galicia Japan, Balearic Beverage Distributors en Estados Unidos, y hasta Estrella Galicia de Brasil, que acostumbró a los brasileños al sabor del lúpulo de sus irmãos de ultramar. Este avance en territorios se completó con un proceso de diversificación que había comenzado en los 90, con la adquisición del manantial de Aguas de Cabreiroá. Al agua le siguió la sidra, después el zumo y el vino, con las adquisiciones de las 50% de las participaciones de Sidrería Galega S.L, la fundación de Giste Cervecera y la compra de la bodega Ponte da Boga. Los Rivera se modernizaron y pusieron la vista, también, sobre el medio ambiente, el gran reto al que la humanidad se enfrenta a día de hoy y al que ninguna industria puede ya hacer oídos sordos. Los envases escenificaron el cambio: la botella tradicional dio paso al modelo long neck, como una apuesta por la economía circular en la producción retornable.

Estrella Galicia, elogio a la pertenencia

La crisis del 2008, una sacudida para el resto de sectores económicos, no se hizo notar en la factoría Rivera, que vivía uno de sus períodos de mayor bonanza. Los Hijos de Rivera desempolvaron entonces el álbum familiar y atinaron en regalar un tributo al abuelo, usando el lúpulo gallego con el Rivera primigenio dio la primera palada al imperio. Con la primera cosecha de esa semilla se produjo otro de los símbolos de la compañía, que con el paso de los años se convertiría, también, en una de sus tradiciones más populares: La Estrella de Navidad, que irrumpió en la mesa familiar dando la patada al cava, en muchas ocasiones, para celebrar nuevos comienzos, como los que la compañía escenificó estampada en las equipaciones de los entonces jovencísimos hermanos Márquez en los circuitos de MotoGP. Una acción que, más allá de rentabilizar un patrocinio, ayudaba al actual consejero delegado de la compañía, Ignacio Rivera, a reconciliarse con episodios pasados, como el que se cobró la vida de su hermano mayor, Ramón, fallecido años antes en un accidente de moto. Esta generación continuó la serie de casualidades que llevaron a Rivera Corral a instalar su fábrica en el epicentro de las gestas deportivistas el mismo año que los muchachos de la Sala Calvet daban sus primeros toques: los nietos de este vistieron con su logo a Carlos Sainz Jr, cuyo abuelo fue, precisamente, responsable del diseño de aquella primera factoría. Hoy Estrella Galicia pilota un Ferrari tras haber pasado, desde entonces, por ocho podios mundiales.

Con el paso de los años llegarían otros nombres, que Hijos de Rivera iría aparejando, como un imán, a su marca estrella, valga la redundancia: Shandy, Magma de Cabreiroá, la Tita Rivera o sidras Maeloc. Poco a poco, el sello se adueñaba de las baldas de los supermercados y de las neveras de bares y restaurantes. La marca para la que pocos auguraban pena o gloria por no renunciar al apellido Galicia se convertía, más tarde, en el elegido para representar a España en la Expo de Shanghái y entraba en el Foro de Marcas Renombradas. Algo tendrá el agua cuando la bendicen. O, si fuese el caso, cuando la complementan con la adecuada dosis de lúpulo, malta y levadura.

Cuando unas siglas crecen, toca asumir ciertas contradicciones. En el caso de los Hijos de Rivera, supuso lograr la convivencia entre el cuidado a los orígenes y el componente familiar de la marca y su expansión mundial, la diversificación de productos y la competencia en primera línea. En 1906, José María Rivera Corral fabricaba cerveza y hielo. Su hijo, Ramón, empleó más tarde los felices años 20 en convertirse en el primer maestro cervecero de la saga. La cuarta generación invierte ahora en un bien tan estable como imprescindible: el agua. Primero, Cabreiroá. Luego, también Fontarel y Agua de Cuevas.

Llegados a ese punto, la cerveza de la marca podría venderse sola. Tiene en su consumidor, que viste el merchandising de la marca y tuerce el gesto si en un bar se le advierte que la caña no es de Estrella, el mejor patrocinio. Con todo, los Rivera se deciden por un singular golpe de efecto, y ahora los protagonistas de La Casa de Papel, joya de la corona de Netflix España, tampoco quieren beber otra cosa. Y como los últimos 20 años de la marca no pueden explicarse sin el camino recorrido en los casi 100 precedentes, desde que un niño de 14 años empacó sus pocos bártulos en As Pontes con un billete de ida en el bolsillo, la compañía decidió que era hora de poner en perspectiva el valor de su historia. Nacía así, hace poco más de dos años, el Museo Mundo Estrella Galicia, MEGA, que desvela los pocos secretos que todavía pudiesen quedar por revelar, muestra al público las entrañas de sus cadenas de producción y levanta las cartas que seguían opacas: desde la procedencia del lúpulo hasta las características que precisa tener el agua que se utiliza en el proceso.

No hay fórmula mágica. El MEGA cuenta una historia que refrendan los datos: en 2015, la empresa supera los 200 millones de litros producidos. Cuatro años más tarde, roza los 400. De los 300 trabajadores del año 2000, a los 1.250 al cierre de 2020. De los 200 millones de euros de facturación en 2012, el peor año de la crisis, a los más de 500 del 2019. El grupo cervecero que no quiso dejar la pertenencia por el camino está presente hoy en más de 60 países de todo el mundo. Este 2021, la compañía afronta la recuperación posCOVID con grandes proyectos en la cabeza, como la construcción de una segunda fábrica en Brasil que dé cobertura a todo el mercado latinoamericano, una nueva sede corporativa en A Coruña o un enorme proyecto de inversión para hacer sus centros productivos más eficientes y sostenibles. El apellido Galicia sigue ahí, después de todo. También el Rivera. Familia y orígenes como el motor de las cadenas de producción. Ahí lo mágico de la fórmula.