El nacimiento de un periódico es tan apasionante como duro. La gestación es laboriosa, el parto complicado y los comienzos de la crianza, agotadores. Puedo asegurarlo desde la experiencia porque participé directamente en dos procesos de ese tipo. El de LA OPINIÓN A CORUÑA era el segundo. Cómo olvidar las intensas semanas de preparación en el polígono de Pocomaco, donde también ocurriría el alumbramiento, el 4 de octubre del 2000, aunque pronto se produciría el traslado a la calle de Franja, en el corazón histórico de A Coruña. Un equipo en el que abundaba la juventud, aunque no faltaban veteranos, compartía la ilusión por el éxito y el miedo al fracaso, ambos dependientes del veredicto que diera la audiencia.

LA OPINIÓN A CORUÑA era una de las nuevas cabeceras puestas en el mercado por Prensa Ibérica, un grupo editorial que creía en la Prensa local y regional. El periódico nacía, por tanto, desde unas convicciones que se reflejaban desde hacía más de veinte años en la ejecutoria de unos cuantos diarios repartidos por la geografía española y que se podían resumir en la independencia con relación a los poderes políticos y económicos y el máximo respeto al lector, al que nunca se trataría de adoctrinar sino de facilitarle los medios para que, desde su libertad, formara sus propias ideas. En coherencia con ello, los periódicos del grupo defendían los intereses de la comunidad en la que se editaban pero dejaban en manos de quienes les leían la decisión de pronunciarse sobre cómo hacerlo, optando por la opción política que prefiriesen. Aspiraban a ser periódicos abiertos a todos, para lo que a la búsqueda de lograr la mayor calidad y atractivo posibles en el tratamiento de los géneros periodísticos se añadía la intención de acoger la diversidad de opiniones que existen en una sociedad democrática.

En cuanto el nuevo periódico coruñés salió a la calle no tardamos en darnos cuenta que tratar de llevar a la práctica en él esos propósitos llevaría a tener que afrontar una incómoda peculiaridad. A Coruña de aquellos momentos era diferente.

El poder en sus diferentes facetas —político, económico, social— estaba cohesionado y tenía un liderazgo claro, que emanaba del Ayuntamiento del concello. El reto característico de la Prensa, consistente en enterarse de lo que pasa para contárselo con claridad al lector, se veía mediatizado por ese poder, que había logrado imponer una imagen positiva, por no decir beatífica de la actuación de los poderes de la ciudad. Aportar a través de noticias y opiniones una visión diferente podía ser interpretado como una deslealtad a la ciudad y, desde luego, como un error, que perjudicaría a quien lo cometiese. No tardaron en llegar los mensajes —primero en forma de benévolos consejos, después, en gestos claramente hostiles— de que era una onerosa equivocación tratar de salir del consenso y dar noticias inconvenientes.

El grupo editorial que había sacado a la calle LA OPINIÓN creía, por el contrario, en la independencia de la Prensa, creencia que implicaba que la mejor garantía para lograrla era conseguir la viabilidad económica, ya que permitía no depender de los poderes que, en ese caso, se verían tentados, en defensa de sus intereses, a condicionar las informaciones. Y eso llevaba a un reto crucial. Un político inglés de mediados del siglo XIX se había dirigido a los periodistas en el Parlamento diciéndoles que eran el cuarto poder, con lo que venía a reconocer —tal vez a lamentar— la importancia de la Prensa en un sistema democrático. Hoy se tiende a matizar esa interpretación, al considerar que lo que debe ser La Prensa es un contrapoder, que, al informar sobre los errores en que incurren los poderes democráticos, contribuye al mejor funcionamiento del sistema.

En la medida de sus posibilidades, LA OPINIÓN A CORUÑA asumió su papel de contrapoder local. Lo hizo, por supuesto, sin salirse de su cometido estrictamente periodístico, es decir, contando aquello de lo que se enteraban sus periodistas, aunque se tratara de temas que hasta entonces estuvieran considerados inadecuados. Ello le llevó inevitablemente a enfrentarse a la cabeza del poder coruñés, que no era otro que el alcalde de la ciudad. Francisco Vázquez llevaba en el cargo desde 1983 y era una figura indiscutida en A Coruña, con un liderazgo se había basado en sus aciertos y su habilidad, pero también en la pantalla protectora que había logrado crear para evitar que sus errores y excesos llegaran al conocimiento de los ciudadanos. LA OPINIÓN chocó en seguida con su falta de encaje para asimilar noticias que no le gustaban. Y cuando el periódico se atrevió a desvelar comportamientos particularmente graves su imagen se deterioró y su disfrute del poder pasó a convertirse en un trauma. Así ocurrió en 2004 cuando este periódico publicó las irregularidades en que el alcalde había incurrido para adquirir y reformar un edificio que estaba sujeto a protección oficial. A esa revelación pública seguirían otras sobre sospechosos negocios de su familia. Dos años después Vázquez encontraría en el nombramiento de embajador ante la Santa Sede la oportunidad para abandonar en pleno mandato la Alcaldía de la ciudad.

LA OPINIÓN no había salido al mercado en octubre del año 2000 con ese objetivo. Si ocurrió fue porque se enteró de lo que pasaba y lo contó. Y su empresa editora lo respaldó, como era evidente que desde su fundación lo había hecho en los periódicos que había adquirido o sacado como nuevos a la calle. Obviamente, para el éxito de estos periódicos había sido necesaria la profesionalidad de los periodistas encargados de ofrecer al público unos productos con el mayor atractivo posible. Y, en casos como el del periódico coruñés fue preciso añadir a esas cualidades valor y coraje en dosis considerables. Francisco Orsini, el primer director del periódico, encarnaba en grado eminente esas cualidades, como Carmen Merelas, que desde el principio mostró sus dotes de liderazgo, o Jaime Abella, que, al incorporarse como administrador contribuyó decisivamente a superar las zozobras de los primeros meses. Ellos encabezaron un equipo que, alumbrando jóvenes valores del periodismo y confirmando la valía de los veteranos, supo estar a la exigente altura que requirieron las circunstancias. Gracias a todos ellos, a la plantilla inicial y a sus sucesores, LA OPINIÓN A CORUÑA, pudo superar los severos escollos de los comienzos de su singladura y ponerse en situación de resistir temporales tan brutales como la Gran Depresión de 2008 o la pandemia en la que aún navegamos.

De los comienzos del periódico conservo muchos recuerdos. Si tuviera que seleccionar uno solo me quedaría con lo que me contó un amigo, que trabajaba para una empresa de ámbito nacional, en representación de la cual había acudido a A Coruña para participar en una reunión de negocios. En el transcurso de esa reunión surgió un asunto sobre el que quien lo había presentado pidió reserva. Uno de los veteranos no coruñeses se sorprendió por esa prevención, que no le pareció habitual. Entonces alguien de la casa le aclaró el motivo: “Es que ahora aquí hay un periódico que lo cuenta todo”.

Era LA OPINIÓN. ¿Sería excesivo añadir que estaban refiriéndose que ya había en la ciudad el periódico que hacía falta?