Regresar a la soltería es lo que quiere, oficialmente, el Reino Unido. Y hacerlo sin pagar el peaje de la ruptura matrimonial que todavía mantiene, mal que bien, con la Unión Europea. El oficiante de tal regreso al pasado no es sino Boris Johnson, para quien el Brexit que debe encardinarse en el alma de cada ciudadano ha de devolver, necesariamente „especialmente a la vieja Inglaterra„ su pasado esplendor (ahora por tierra, mar y aire).

No sé, obviamente, si el próximo 31 de octubre, los británicos se irán a la cama tranquilos; pero sí puedo asegurar al lector de esta crónica que muchos marineros gallegos „y españoles en general„ precisarán de una tila antes de echarse en brazos de Morfeo porque la mar, esta vez, no viene tan serena como narraba la vieja canción de niños. La mar trae ondas preocupantes porque ese enorme espacio marino que las autoridades británicas dicen querer controlar más y mejor todavía forma parte irrenunciable del ser pescador de los habitantes la Costa Nornoroeste española. ¿Qué va a ocurrir, entonces, a partir del 1 de noviembre si, tras 33 años de un cierto régimen de libertad para pescar „dentro de un orden controlado por la UE„ el Reino Unido selecciona quién sí y quién no puede pescar y a cambio de qué en esas sus aguas?

La baza, ahora mismo, está en la mano del señor Johnson o quien le sustituya si es que, como se baraja en amplios círculos británico, por las buenas o por las malas, el divorcio entre la isla y el continente se concreta. Una baza que permitirá a los más o menos vecinos isleños controlar no solo quién va a pescar en aguas del Reino Unido, sino también los puertos en los que los barcos europeos que accedan a sus caladeros van a descargar sus capturas.

Tocan, pues, a rebato. Y la primera consecuencia para los barcos gallegos que ya forman parte del paisaje marítimo británico es el de cobrar aparejo no sea que los ingleses y su cierta imprevisibilidad obliguen a hacer sonar las sirenas y poner proa a las 200 millas de la Zona Económica Exclusiva de ese país/reino que vuelve por sus fueros y sitúa patrulleras con todos los sistemas de alerta en guardia para "cazar" a los despistados, inspeccionarlos, conducirlos a puerto, juzgarlos, sancionarlos y entonar su clásico Dios salve a la Reina cuando en realidad a quien hay que salvar es al barco, sus tripulantes y el armador.

¿Será el momento de plantear un segundo registro de buques de características similares al que motivó sanciones sin cuento a los antiguos propietarios de barcos británicos, entonces en poder de armadores españoles?

La famosa Merchant Shipping Act puede resucitar, ahora que todos los viejos fantasmas salen de sus panteones.