Llevo ya 24 horas en Qatar y he tenido más problemas con Qatar en Madrid que en Qatar. Parece un trabalenguas, pero tiene su explicación.

Son las seis de la mañana del miércoles en el aeropuerto de Madrid-Barajas. Una azafata de Iberia me atiende para facturar mi equipaje con Qatar Airways. Todo normal hasta que le salta una alarma: los datos de mi Hayya Card (el visado de Qatar para la ocasión) no coinciden al cien por cien con los de mi pasaporte. Mi segundo apellido, Viñas, aparece como tal y también como mi segundo nombre, que en realidad no tengo.

Una cosa menor, pienso yo: no es que ponga que me llamo José Fernández López. Pero ella, diligente y apenada, me dice que así no puedo volar, que son las normas que pone Qatar como estado soberano que es. Aunque también me dice que no me preocupe, que si llamo a un número que me ayuda a encontrar lo soluciono en minutos, que ha pasado más veces y cerca de mí está un compañero de TVE que da fe.

Llamo, 15 minutos de espera, me atienden y se corta la llamada. La operación se repite paso por paso. La histeria ya se me apodera, me brota un instinto asesino que desconocía poseer. Ahora cada vez que oigo en Doha la canción del hilo musical de espera de ese número de teléfono quiero romper cosas. Muchas cosas. Queda media hora para el cierre del equipaje y sigo como estoy, en la casilla de salida.

En la tercera llamada, ya en el descuento del partido, tengo suerte: me atiende alguien competente además decide no colgarme a la mitad. Un detalle por su parte. Con el problema resuelto, mis maletas se cuelan por la cinta que debían a dos minutos del límite y yo empiezo a correr como un loco por Barajas hacia la puerta más lejana de la terminal más lejana del aeropuerto. Por un momento (breve) me siento Kipchoge y cuando llego (a tiempo) a la puerta de embarque siento que he perdido dos años de vida. Peor habría sido tener que contarlo a mi gerente todo esto con un desenlace tres minutos diferente. Y aún son las ocho de la mañana.

La hinchada argentina

Llego a un avión lleno de españoles (lo lógico) y también de argentinos que han hecho escala en Madrid, parte del monstruoso desembarco albiceleste que se espera en los próximos días. En el vuelo, pese a ser operado por la compañía nacional de Qatar, el alcohol está más que permitido. Promocionado incluso.

Banderas argentinas. MOHAMMAD PONIR HOSSAIN

El vuelo transcurre sin inconvenientes y llego al aeropuerto de Doha. Allí, un empleado de seguridad, con solo verme la cara, fuera del control de pasaportes, me pregunta en inglés si vengo de Madrid. Le digo que sí. Me pregunta si llevo medicinas. También le digo que sí. ¿Legales? Claro, intento explicarle de aquellas maneras que llevo una caja de ibuprofenos. Le preocupa si llevo receta. No hace falta en España, pero si me lo pide las tiro a la basura. Me deja marchar. No parece muy convencido. Yo tampoco lo estoy.

Ahí ya me doy cuenta de que la comunicación entre el inglés de Qatar y mi inglés de Huesca va a llevar un tiempo. Lo corroboro en el taxi, en el que el conductor no tiene ni idea de dónde está mi hotel ni le suena su ubicación en el mapa. Me pide una foto del edificio y Google acude a mi rescate. "¡Ahora sí!", me dice. Mi confianza era nula en ese momento, pero llego al destino sin inconvenientes.

El silencio del taxista

Él es pakistaní y me dice que lleva ya muchos aquí, pero no me concreta cuántos. Yo intento tirarle de la lengua con varios temas sociopolíticos del país, sin encontrar complicidad. No quiere hablar del tema, lo más que me dice es que el país se ha gastado demasiado dinero en este Mundial. Ahí lo deja.

Después de llegar al hotel, en el que me explican que la habitación es de no fumadores y que por tanto puedo fumar libremente en el baño (vivir para ver), voy a recoger mi acreditación al centro de prensa. Me doy cuenta entonces de que el atascazo de los coches contrasta con la eficiencia del recién inaugurado metro, al menos hasta que lleguen las hordas de aficionados procedentes de todo el mundo y haya amenaza de colapso.

Una mujer caminando cerca de un letrero iluminado con la figura de un futbolista. FABRIZIO BENSCH

Hay tipos en la puerta armados con dedos gigantes de gomaespuma que te indican por dónde entrar y qué camino seguir hacia tu destino. En el interior, hay butacas mejores y más cómodas que las de muchos aviones. Un dispendio gigantesco por el que los extranjeros con visado no pagamos. Solo paga quien ya ha pagado su construcción con sus impuestos.

En el centro de prensa también se percibe eficiencia y, novedad, muchas mujeres trabajando. La ciudad está llena de personal de seguridad y policía, pero son hombres en un 90%. En cuanto a las mujeres, los velos se mezclan con naturalidad con vestimentas más occidentales, si bien en los letreros de señalización (como los que indican prioridad en los asientos del metro para mujeres embarazadas), ellas son representadas con velo. Es cierto que no es recurrente ver pantalones cortos, camisetas de tirantes o escotes, pero también los hay. Pocos, pero los hay. Con niqab, en estas primeras 24 horas, solo he visto dos mujeres.

En cuanto a los hombres, la vestimenta es generalmente occidental, aunque también los hay que llevan túnicas. Veo a uno de ellos con unas zapatillas de Adidas naranjas y azules y mis prejuicios eurocentristas hacen que me explote la cabeza.

Ceno en el centro de prensa por unos 14 euros, un precio razonable (aunque la experiencia me devolvió a mis tiempos del colegio mayor en la universidad) si se compara con los alrededor de los 30 diarios que me pedían en el hotel por incluir el desayuno en la reserva. Ya tiene que estar bueno el café, ya…

Esta mañana (y las que vendrán, que no quiero ser despedido por exceso de gastos en el desayuno) decido desayunar en otro lugar por unos cinco euros. En ese mismo sitio, cerca de mi hotel, le había preguntado la noche anterior al dependiente a qué hora cerraban: “Hoy a las 23.40, mañana a las 3.00, los días siguientes no lo sé”. Fantástico.

Los camellos del Corniche

Dedico la mañana a conocer la zona de la bahía, llamada Corniche, donde se ubica una gigantesca fan zone. Para mi frustración de rastreador de historias, no hay nadie. El grupo de seres más numeroso que me encuentro está formado por camellos que no entiendo muy bien qué hacían ahí, en un descampado entre dos edificios de lujo. Ellos seguramente tampoco entiendan nada.

Imagen de la Corniche, la bahía de Qatar. Adam Davy/PA Wire/dpa

Cojo un autobús gratuito en busca de civilización y tardo alrededor de una docena de pararlas en encontrarla. Me doy cuenta entonces que Doha es como un parque temático, en el que pasas de un ambiente a otro con solo cruzar la calle: de la nada de una bahía cerrado al tráfico rodado paso a un bullicioso conglomerado de callejuelas con restaurantes y comercios tradicionales; tres calles más allá, un ‘downtown’ como el que se puede encontrar en muchas ciudades europeas, solo que vacío de gente. Habrá que ver qué ocurre cuando lleguen los aficionados, porque lo que abundan son vallas, miles o millones de vallas, para controlar el tránsito de las personas. Si realmente son todas ellas necesarias, esto va a ser un infierno.

Aprovecho para buscar una tienda de telefonía para una gestión con la tarjeta SIM local que, durante dos días, regala el país a los recién llegados, como gesto de cortesía. Me dijeron que podía hacerlo en cualquier tienda de la marca Vodafone, pero soy incapaz de encontrar una. En el supermercado que hay junto a mi hotel había un ‘stand’, pero también con un letrero en el que se excusaba la presencia del vendedor hasta las 13.30 horas. Vuelvo a él pasadas las tres, pero el letrero sigue ahí. Un empleado de seguridad me dice que lleva semanas así. Adiós, esperanza.

El supermercado, por cierto, tiene una organización peculiar. Los teléfonos móviles están al lado de las bolsas de patatas y las maletas de viaje junto a los productos dietéticos. Habría hecho fotos, pero no puedo. Hay ciertas restricciones que no tenemos más remedio que aceptar si queremos venir aquí. Otra peculiaridad del supermercado es que hay más empleados de seguridad que cajeros. A decir verdad, esta ciudad da una sensación de seguridad total.

Sin llamadas de Whatsapp

En cuanto a los móviles, todas las aplicaciones funcionan con cierta normalidad: Instagram, Twitter, Facebook… Hasta, contra todo pronóstico, Tinder. Los límites son las llamadas vía Whatsapp, que están capadas (información de servicio: Meet es la alternativa), y el acceso web a ciertos contenidos subidos de tono, bloqueados por las autoridades qataríes porque contienen “materiales prohibidos”.

Siguiendo por ahí (o más o menos por ahí), en 24 horas no me he topado con ninguna muestra pública de afecto entre dos personas. Ni entre dos de diferente sexo ni (mucho menos) dos del mismo. Me quedan más de 30 días por aquí y quizá eso cambie. Pero no tiene pinta. Más allá de los chistes y curiosidades, Doha no puede disimular lo que es en este Mundial: un lujoso y gigantesco plató de televisión construido como una alfombra sobre toneladas de miserias. Y nuestro trabajo aquí será contarlas.