Jan y Mar están confinados en su pequeño apartamento debido a un virus. Estantes llenos de comida, cerveza y papel higiénico. Y todo parece un juego. Retire el sofá para poner la cama. Quítate la cama para poner la cena. Sacar medio cuerpo por la ventana para coger el wifi de los vecinos… Y escuchar, a las 20h, los aplausos en los balcones de los que los tienen.

Jan y Mar pasan sus días ordenando y limpiando. Hacen ejercicio en la bicicleta estática que nadie recordaba haber tenido. Y limpiar de nuevo, y ordenar compulsivamente. Yoga, pilates, abdominales en ese intento de calmar la incredulidad, la incertidumbre, el desamparo, el miedo (terror). Y encontrar -entre crisis y crisis- cosas buenas y bellas: la alegría de las pequeñas cosas que no suelen aparecer en el estrés de la ya vieja normalidad.

El caso es que poco a poco vemos cómo esta felicidad esconde mucha mierda debajo de las alfombras. Mierda que, como el virus, empieza a extenderse. No hay trabajo, y sin él no hay dinero, y sin dinero no hay comida, ni cerveza, ni papel higiénico. Para empeorar las cosas, los vecinos cortaron Internet.

Y luego suena el teléfono. Lo normal. El de antes. El viejo. Lo que ya nadie recordaba tener. Como la bicicleta estática. Como el viejo normal. Una voz le informa a Mar de una noticia escalofriante. Una noticia que lo cambiará absolutamente todo: la madre de Mar acaba de morir en una residencia. Pero, ¿estaba viva la madre de Mar? ¡Ah, sí! Es que, de hecho, ya nadie la recordaba. Como la bicicleta estática. Como el teléfono rojo ahora ardiendo en su propia mano.