No hace ni un mes que Abraham García había celebrado su Premio Nacional de Gastronomía Toda una Vida muy a su estilo en su cuenta de Instagram. “Si he de sentir orgullo, que sea por los buenos amigos que he forjado en ebrias sobremesas durante cuarenta años, tanto por los que derrochaban el vino más exclusivo como por los que compartían los platos siempre mirando de reojo la carta de precios…”. Ni una referencia explícita al galardón. La clientela de su casa, siempre en primer plano.

Si algo ha demostrado el chef del sombrero de Viridiana (Juan de Mena, 14, Madrid) en sus más de 40 años de carrera -abrió el restaurante en 1978 en la calle Fundadores- es una trayectoria personal a más no poder, al margen de reconocimientos y galardones. Tuvo una estrella Michelin en los 90 y su pérdida no supuso mayor trauma para un comedor que puede presumir de muchos hitos. Aquí arrancó la cocina fusión en España. Viridiana aportó su granito -granazo- de arena a la alta gastronomía madrileña. Y puede considerarse el lugar físico en el que Dabiz Muñoz sintió, en su temprana adolescencia, la llamada del arte culinario.

Pero reducir a eso la trayectoria de Abraham García sería verlo todo desde fuera. Es mejor explicar lo que ocurre en esa casa una vez que uno se sienta, rodeado de alusiones a una de las películas más recordadas de Luis Buñuel. Un ejemplo, la ‘novatada’ que uno experimenta la primera vez que acude y, tras hacer la comanda, recibir el más que generoso ‘aperitivo’ en forma de lentejas al curry. Lo siguiente es preguntarse “y ahora, ¿cómo me como todo lo que he pedido?”.

Los huevos a la sartén con hongos y trufa de Viridiana. INSTAGRAM VIRIDIANA

Viridiana siempre ha sido sinónimo de banquete de día de fiesta, de unos opulentos huevos en sartén con ‘mousse’ de setas y mucha -muchísima- trufa rallada por encima, de sabrosísimos gazpachos tan rojos como dulces, de platos maestros de caza y casquería y de viajes recurrentes a México para mezclar tortillas y moles con sobrasada ibérica o pintada de Las Landas. El que quiera acudir antes del cierre tiene muchas opciones para probar Viridiana: pidiendo a la carta y, desde su 40 aniversario -allá por 2018-, cuenta con menú degustación. En ese año redondo Abraham puso a disposición del respetable hasta un menú vegano (aunque luego recomendara el convencional a todo aquel que pasara por allí).

Abraham García es también un ensanchador de horizontes. Allí nos dimos cuenta de que el tuétano era un placer culpable que había que recuperar, nos tomamos nuestras primeras copas de tintilla de Rota y descubrimos antes que en IKEA los arenques del báltico (y lo bien que le sentaban a una sopa fría de tomate).

Los arenques, pescado fetiche de Abraham García.

Pero es que, además, en Viridiana, el maridaje es doble: la comida no solo se riega con vermú de la casa, vinos locales e internacionales y lo que haga falta, sino también con la conversación erudita del jefe de todo esto. Toros, caballos, literatura, flamenco y otras aficiones menos confesables. La charla fluye en oleadas, con Abraham acercándose y alejándose de la mesa y algunas de las mejores frases las suelta ya cuando se vuelve camino de la cocina. Hay que estar con el oído bien atento.

En los dos últimos años, además, Abraham García ha conectado con las nuevas generaciones con su hija Julia como 'partenaire' en una cuenta de Instagram de fotos suculentas y aforismos rotundos. También lo ha puesto de actualidad la reivindicación recurrente de Dabiz Muñoz, que no dudó en referirse a él como “el mejor cocinero del mundo” y en elegir sus huevos con trufa como uno de los últimos platos que comería antes de morir.

Tras el anuncio del cierre, se acumulan los motivos para ir a Viridiana. Además, actualmente el restaurante vive uno de sus mejores momentos. El servicio en sala raya a la altura de la leyenda. También anima el hecho de poder ir a carta y probar algunos de los clásicos ya mencionados o, para el que tenga mucha hambre -también de historia culinaria de nuestro país-, lanzarse a por el menú "Abraham", ocho pases con maridaje a precio redondo: 100 euros. Lo importante es pasar un rato, lo más largo posible, en este bistro cañí y dejarse engatusar con gusto por los platos y el verbo de un personaje irrepetible. Para quitarse el sombrero una última vez.