Charlton Heston siempre vuelve a casa por Navidad. Tras esta pandemia las cadenas de televisión quizá pasen de emitir sus películas bíblicas a su película apocalíptica: Cuando el destino nos alcance. Mi abuelo estuvo muy cabreado con eso de morirse desde que, siendo niña, vimos una tarde en la primera televisión que llegó a casa este film titulado originalmente Soylent Green y estrenado en Estados Unidos en 1973. Richard Fleischer dirigió esta obra de culto que hoy no es fácil encontrar ni en las plataformas más conocidas (Apple TV lo incluye en su catálogo).

Basada en una novela de Harry Harrison de 1966, recrea una historia de ciencia ficción en la que los recursos naturales se están agotando en un mundo con una superpoblación máxima y en el que el calentamiento global del Planeta amenaza con la extinción. La película comienza con una cabecera de imágenes en blanco y negro que muestran la progresión de los seres humanos desde el carro y la vaca hasta la producción industrial. A partir de ahí el montaje acelera con fotografías de industrias, fábricas, basura, humo. Gente con guantes, gente con mascarillas por la calle (ahora, el spoiler).

Charlton Heston es Robert Thorn, un policía de moral relajada, un pícaro que aprovecha los casos que investiga para sustraer alimentos, artículos de aseo. Vive en Nueva York en un habitáculo mísero con el viejo Sol Roth, el último papel que interpretó el legendario Edward G.Robinson, que falleció el mismo año en el que se estrenó la película. No se sabe la relación que los une y aunque Sol es en teoría el investigador que contrata Heston en su trabajo, su relación es la de un padre y un hijo.

En ese futuro prácticamente ha desaparecido la Naturaleza. Solo una pequeña clase privilegiada tiene comodidades y alimentos y los demás comen un único producto, un concentrado vegetal (soja) que fabrica la empresa Soylent. El último lanzamiento de la compañía es Soylent Green, una especie de galletas verdes hechas de plancton.

Thorn investiga el asesinato de un accionista de Soylent en su piso y de paso rapiña todo lo que puede y lleva su botín al viejo Sol, que se emociona con hojas de papel en blanco, lápices, una manzana, media botella de whisky. Pero llora, llora con desconsuelo, cuando el policía le pone delante un enorme y grueso bistec, que no veía desde la infancia.

Sol averiguará la verdad detrás del asesinato y se inmolará para que Thorn, que es un buen policía, la descubra también cuando investigue su propia muerte. Charlton Heston verá así que del hogar funerario donde estaba el hombre al que quería salen los cuerpos en bolsas, se cargan en camiones, se descargan en cintas transportadoras, y en la siguiente nave de las cintas salen galletas verdes cuadradas Soylent Green recién horneadas.

“Hacen comida con las personas. Pronto nos criarán como ganado para hacer comida (...) Soylent Green es gente”, es el último grito de Heston, herido, al final de la película, mientras no nos queda claro que nadie de los que le rodean, ni sus compañeros policías, le crean.

Esta pieza de ciencia ficción ha tenido influencia a lo largo de los años en muchos realizadores. Por su crudeza quizá, la referencia a las galletas Soylent y su perturbador ingrediente han aparecido sobre todo en episodios de series de dibujos animados como Futurama y Los Simpson. También en una extraña película, El Atlas de las nubes (2012).

Ese futuro distópico también respira en cintas como Blade Runner, Mad Max o Terminator. Incluso en parte en Tiempo después (2018) de José Luis Cuerda. Un ingeniero, Rob Rhinehart, eligió conscientemente el nombre de Soylent para iniciar la fabricación en 2013 de un producto alimenticio completo, para disolver o en barritas, que se retiraron tras causar trastornos intestinales en los clientes.

Carátula de la película Soylent Green

Carátula de la película Soylent Green

Cuando el destino nos alcance se rodó hace casi cincuenta años y el futuro que recreaba se ambientaba en el año…2022. Estamos a las puertas de que ese destino de ficción nos alcance y llevamos mascarillas como en la película y no dejamos de hablar del cambio climático mientras los científicos alertan del acercamiento del punto de no retorno en el equilibrio ecológico. De la alerta ecologista de esta producción mi abuelo y yo apenas nos percatamos.

Él vio un mensaje que le supuso lo que llaman ruptura epistemológica pero que vamos a llamar trauma: “Los viejos no servimos para nada, solo para hacer galletas”, exclamó cuando llegó el The End y esta conclusión la repitió durante años mientras contaba la historia del film a todo el que se le acercaba.

Según los últimos datos de los investigadores, el 90% de los fallecidos en el primer año de pandemia en Galicia tenían más de setenta años. Según el Gobierno, unos 30.000 mayores en España fallecieron por coronavirus en residencias entre marzo de 2020 y mayo de 2021, dejando al descubierto no ya la debilidad del que creíamos robusto sistema sanitario, sino la realidad de las personas que pasan sus últimos años de vida en centros institucionalizados de los que desconocemos o queremos desconocer cómo funcionan, sin un control, una fiscalización efectiva de su bienestar y sobre todo, de su dignidad.

Ha tenido que venir una enfermedad mundial a exhibir nuestra vergüenza y esas muertes nos pesan, y deben pesarnos, en la conciencia.

He estado en un par de residencias donde entraría a vivir mañana (y es más que posible que termine haciéndolo, si consigo pagarla) pero en otras he visto a los mayores todo el día en una única sala que es comedor al fondo, sala de juego para separar macarrones tiburón de macarrones concha en la entrada, y que también es sala de visitas y sala de descanso, para descansar de dar unos pasos de una esquina a otra de la sala. Centros con vistas a un jardín que no pueden pisar por si se caen, si uno coge una piedra.

Los que se crían con los abuelos salen a la vida con un máster en madurez, con una educación complementaria de la que aportan los padres. Los abuelos te enseñan que dar tu palabra es como firmar un papel ante notario, que al salir de una habitación hay que apagar la luz “que Fenosa es muy cara”, que las patatas hay que pelarlas muy finito que si no se va media patata en la piel. Que las bolsas de plástico del súper no se pueden tirar porque “hay que respetarlas” y ya se sabe que “el que guarda siempre tiene”. Que si aparecen hormigas con alas en la ventana, mañana llueve fijo, por mucho que los del tiempo en la tele digan que no.

Los abuelos te quieren con calma y te dejan en herencia una mirada serena, una experiencia, una cultura, una forma de enfrentarte a la vida que te prepara para los golpes que te esperan en cada esquina. Los abuelos no quieren ser galletas, quieren importar, que se les valore, que se les escuche, sea en su casa o en un centro, pero que sea con una humanidad que está faltando.

Porque al final ese destino, la vejez, nos alcanzará a todos. Porque el destino que aventuró Soylent Green para el año que viene, viejos que solo importan para que nosotros tengamos comida y podamos seguir trabajándonos la autodestrucción, es solo una posibilidad, porque contra el apocalipsis está el contrapocalipsis, un concepto que acaba de lanzar un grupo de antropólogos y filósofos (según recoge en un artículo la periodista Mar Padilla) porque la resignación ante un posible fin lleva a la desmovilización y ésta sí que conlleva la cuenta atrás.

Que Charlton Heston vuelva a casa esta Navidad pero con esta película que reúne todas estas advertencias de hace casi cincuenta años, incluido el espeluznante retrato machista de la mujer, textualmente denominada “mobiliario”.