El cine vinculado al Black Lives Matter acepta y adopta cualquier concepto genérico. En películas y series producidas en los últimos siete u ocho años, cineastas estadounidenses o británicos de raza negra como Jordan Peele, Spike Lee, Barry Jenkins, Nia Da Costa, Steve McQueen, Gerard Bush y Remi Weekes han realizado sus reivindicaciones partiendo de ficciones relacionadas con el relato fantástico, el terror —el Black horror ya está asimilado—, el melodrama, el thriller o la comedia: títulos como Déjame salir, Nosotros, Candyman, Territorio Lovecraft, Infiltrado en el KKKlan, El blues de Beale Street, El ferrocarril subterráneo, Viudas, Small axe, Antebellum o Casa ajena demuestran cómo temas y géneros tradicionales pueden ser revisados a partir de una mirada ejercida desde la cultura y las problemáticas de las comunidades negras.

De este modo, como ya ocurrió en los años 70 con el blaxploitation —que además de películas de acción también adecuó mitos fantásticos blancos y europeos como el del vampiro en Drácula negro, el de Frankenstein en Blackestein y el de Jekyll y Hyde en Dr. Black, Mr. Hyde—, los géneros denominados populares obtienen una carga política que, por esa misma condición de películas o series para todo tipo de espectadores, pueden ser más efectivos al llegar a un mayor número de gente y fuera de los conductos tradicionales del cine explícitamente político o de los más restringidos del cine militante.

El wéstern no es, desde hace años, el más exitoso de los géneros. Pero fue durante décadas uno de los más populares, tanto en Estados Unidos como en Europa. Es lógico, y necesario para una normalización absoluta, que el cine del Oeste encuentre ahora sus historias, tramas y personajes de raza negra. El ejercicio de reivindicación resulta aún más contundente. Porque antes ya hubo musicales negros —Carmen Jones—, melodramas raciales —Imitación a la vida, Adivina quien viene esta noche—, muchos filmes policíacos —encabezados por En el calor de la noche—, thrillers blaxploitation y un star system propio de comedia negra, con intérpretes como Richard Pryor y Eddie Murphy. Pero wésterns con vaqueros, pistoleros o sheriff de raza negra hay pocos, aunque los suficientes para marcar una cierta tendencia airada que acostumbra a ser engullida por el sistema.

Siempre se ha dicho que el wéstern clásico tergiversó la historia real de los nativos americanos, ofreciendo una imagen reduccionista de los pueblos apache, sioux o comanche. Pues aún fue peor con los vaqueros negros. El cine del Oeste de Hollywood eliminó estos personajes de un plumazo. Según estudios elaborados en la pasada década, cerca del 20% de los vaqueros que trabajaban en ranchos y frecuentaban los rodeos eran de raza negra; incluso hubo estrellas vaqueras como Bill Pickett, que inventó una nueva técnica para domar bueyes. Durante muchos años, la segregación establecía rodeos para negros y rodeos para blancos, pero la relación entre cowboys de ambas razas en l os ranchos eran moderadamente cordial, aunque el trabajo sucio recaía en los negros.

El cine reciente ha querido convertir personajes blancos en héroes o antihéroes negros, una fórmula sustitutiva que no resulta la más acertada. Denzel Washington encarnó en el remake de Los siete magníficos de 2016 al personaje que en el filme original de 1960 había representado Yul Brynner. Pero ni este cambio ni la presencia tras la cámara de Antoine Fuqua le otorgó al filme una mirada distinta en cuanto a cuestiones raciales. La tímida normalización venía del cambio de actor, pero quizá sería más adecuado crear nuevos personajes de raza negra en vez de sustituir a unos preexistentes de raza blanca. Lo mismo había ocurrido en 1999 con Wild wild west, en la que Will Smith encarnó a un antiguo combatiente convertido en una especie de agente secreto: el filme era una versión muy libre de la serie de los 60 Jim West, cuyo protagonista era blanco (Robert Conrad) y menos histriónico que el antiguo príncipe de Bel Air.

El primero

Fue John Ford, uno de los directores esenciales en la evolución del wéstern, quien convirtió por vez primera a un personaje negro en centro dramático de una película del Oeste en El sargento negro (1960). Mario van Peebles, hijo del realizador independiente Melvin van Peebles, recientemente fallecido, lo probó en 1993 con Renegados, filme protagonizado por una banda de forajidos formada por antiguos soldados negros. Llegaría después el gran reciclador, Quentin Tarantino, que no hizo un wéstern negro, pero convirtió a un esclavo liberado en pistolero resolutivo, y le dio además el nombre de un héroe de spaghetti wéstern, en Django desencadenado (2012). Nia Da Costa —la directora de la reciente versión de Candyman— propuso en Little woods (2018) un wéstern moderno con historia interracial. También hubo espacio para la comedia: en Sillas de montar calientes(1974), dirigida por Mel Brooks y con Richard Pryor como coguionista, un hombre condenado a la horca se convierte en el primer sheriff negro del país.

En este contexto, la exitosa aparición en Netflix de Más dura será la caída —nada que ver con el filme del mismo título de 1956, un drama sobre el boxeo con Humphrey Bogart— podría suponer otro punto de inflexión en la esquiva relación entre la comunidad negra y el género del Oeste americano.

Producida por el rapero Jay-Z, está dirigida por Jeymes Samuel, quien en el año 2013 ya ensayó el wéstern negro con They die by dawn. Ante la cámara, Jonathan Majors, Idris Elba, Regina King, Delroy Lindo, Zazie Beetz y Damon Wayans Jr. Un wéstern con un tema clásico de venganza que es una reivindicación en toda regla.