Nada hacía prever todo lo sucedido con Succession. En las semanas previas a su estreno en verano de 2018, este drama satírico sobre unos falsos Murdoch había levantado una expectación solo moderada. El máximo reclamo no era su creador, como antaño pudo ser normal en una producción HBO, ni tampoco su reparto, sin estrella clara al frente, sino la presencia como director y productor de Adam McKay, quien recientemente había ganado un Óscar por el guion de La gran apuesta y todavía no había estrenado la menos afortunada El vicio del poder. Había curiosidad, pero no entusiasmo generalizado. Las reseñas fueron de diversos colores. Aunque ganaron las positivas, cualquier idea de un consenso como el actual parecía utopía.

“El tono es muy particular, y ha ido mejorando conforme la serie avanzaba”, convino Holly Hunter, alias Rhea Jarrell, antigua rival de Logan Roy (Brian Cox), en una entrevistamos con motivo de su incorporación al reparto. Para que aquello acabara de estallar, era necesario reunir a todos los personajes en un mismo sitio y darles vía libre para sincerarse. Fue lo que hicieron en un memorable séptimo episodio, Austerlitz, que no es adaptación del melancólico libro de W. G. Sebald sino hilarante crónica de una terapia familiar que es, en el fondo, artimaña para hacer subir las acciones. Pero fue sobre todo con la segunda y, sobre todo, tercera temporadas, ambas premiadas con el Emmy a mejor serie dramática, cuando Succession entró a formar parte del panteón de la última era dorada de la televisión, al lado de Los Soprano o Breaking Bad.

No existe un único ingrediente secreto que haya convertido a Succession en obsesión global. La serie es superior a la suma de muchas acertadas partes. Pero seguramente haya tenido mucho que ver la schadenfreude, el deleite que hayamos en las desgracias ajenas, sobre todo de gente con mucho más dinero que nosotros.