‘Romería’ conmueve en Cannes
Carla Simón cuestiona el relato oficial sobre la Transición con un poema lacerante y lleno de calidez en memoria de las familias rotas

María Zamora, Mitch, Carla Simón y Llucía García, ayer, en Cannes. | Guillaume Horcajuelo
nando salvà
Carla Simón ha llegado al Festival de Cannes embarazada. Mucho. Se supone que tiene que salir de cuentas en un mes, pero como los segundos hijos suelen llegar antes de lo previsto, ha viajado al certamen con una comadrona. «Si de repente diera a luz en la alfombra roja, sería algo nunca visto en la historia de los festivales, pero prefiero que la primera en hacerlo sea otra», bromeaba la barcelonesa de padre vigués, que estaba embarazada de cuatro meses de su primer hijo cuando, hace tres años, recogió el Oso de Oro en la Berlinale gracias a Alcarràs (2022).
Antes de ese premio, Simón había obtenido innumerables recompensas —Mejor Ópera Prima en el certamen berlinés, la Biznaga de Oro en Málaga, tres premios Goya— gracias a su primer largometraje, Estiu 1993 (2017), por lo que le habrá cogido costumbre a que cada estreno le obligue a añadir estantes a su vitrina. ¿Impone ese hábito de ganar premios cierta presión en ella ante la presencia de su tercer largo, Romería, en el concurso de Cannes? «No —responde—. Al trabajar en el segundo largometraje sí sentí un gran temor a decepcionar, porque sentía que todavía tenía mucho que demostrar. Ahora ya me he probado a mí misma que soy una cineasta, y me he sentido muy libre a la hora de probar cosas nuevas. Crear desde un sitio seguro me resulta muy aburrido». Sus palabras ayudan a explicar por qué la nueva película probablemente sea la menos indiscutible de las tres películas y al mismo tiempo, casi seguro, la más valiosa; la ambición y el riesgo no solo posibilitan esa paradójica dualidad, sino que la favorecen.
Romería, recuérdese, es una nueva entrega —tal vez la final— de la indagación cinematográfica que Simón lleva años haciendo en sus propia biografía y la de sus padres, ambos fallecidos cuando era niña por culpa del sida y de la heroína. En Estiu 1993, la directora recreó su niñez en brazos de sus tíos; en Alcarràs contó la historia de una familia compuesta por tres generaciones de agricultores inspirada en la de su propia madre; en los ultimos años, asimismo, ha dirigido dos cortometrajes: en Después también (2018) exploró el estigma social del VIH, y en Carta de mi madre para mi hijo (2022) imaginó un contacto casi místico entre la progenitora a la que apenas conoció y el crío que estaba a punto de alumbrar.
Esa película se inspiró en parte de la correspondencia dejada por la madre de Simón antes de morir. En cierto modo, Romería también. «El cine que yo he hecho hasta ahora me ha servido para entendernos mejor a mí misma y a la gente que amo; de hecho, para mí filmar tiene mucho de acto de amor. En cualquier caso, siento que Romería representa un cierre de ciclo. Es hora de emprender otro camino artístico».
La película cuenta cómo una joven llega a Vigo a buscar el certificado de defunción de su padre y, mientras espera que se solucione el trámite, pasa unos días con esa familia paterna a la que apenas conocía; a través de sus tíos, tías y abuelos, la joven trata de averiguar quiénes fueron sus progenitores y cómo fue su historia de amor, pero la vergüenza que esos familiares sienten a causa de la drogadicción de la pareja se lo impide.
El relato va dando saltos temporales entre la primera década de nuestro siglo y los años 80, y alternando un modo narrativo eminentemente realista con un incursión tan sorprendente —por inusual en el cine de su directora— como deslumbrante en el mundo onírico y la fantasía visual y sonora; y es a través de esos dos recursos que Romería obtiene su mayor logro creativo, su capacidad para ofrecer un retrato íntimo que a la vez es político y la crónica de una tragedia familiar que también es generacional, y para hacerlo sin caer en el discursismo, el tremendismo o la romantización.
De esa manera, Romería le pone los puntos sobre las íes a la que sigue siendo la versión oficial sobre la Transición, un tiempo demasiado a menudo recordado en forma de cuento de hadas a pesar de que en su transcurso, por ejemplo, la droga se llevó por delante demasiadas vidas. «Los estragos que causaron la heroína y el sida en los 80 es algo de lo que el cine español ha hablado muy poco, y creo que eso también es memoria histórica que hay que mantener viva», asegura Simón. «Todas esas víctimas ignoraban las consecuencias de lo que estaban haciendo, e inconscientemente pusieron el país patas arriba porque rompieron con una sociedad extremadamente rígida y cuestionaron todos los valores establecidos».
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