Hace unos días hablaba de que la emoción del fútbol no me toca, como un témpano, era el término que usaba. El domingo, en el estadio Vicente Calderón, se celebró un encuentro estratosférico, el que decidía el ganador de la Copa del Rey. De hecho, el monarca y la monarca estaban en su palquito viendo la cosa como si no fuera con ellos. Y la cosa va con ellos.

Como he dicho que las emociones del fútbol no me conmueven, o me conmueven sólo porque conmueven a las amistades, cuando en casa se sintoniza la tele con un partido de importancia, hecho insólito que se da sólo cuando hay invitados, yo me fijo en otras cosas. Me fijo en esa forma de narrar el partido que tienen los periodistas deportivos. Y me sigo partiendo de risa cada vez que escucho al locutor gritar gol, gol, goooooool, hasta quedarse sin aliento, loco y ronco. Y yo, pasmado. Cuando Jordi Alba -del Barça- le metió el gol al Sevilla el tipo no falló.

Entró en el habitual éxtasis gutural de marras. Luego me fascinó la imagen del poder por su hieratismo inhumano, en esa equidistancia emocional con la que se maneja tanto Felipe VI como Letizia Ortiz, quizá más acusada en ella, que tiene que demostrar que sirve para el cargo, y por eso a veces vemos a la señora reina más tiesa que un ajo, coño, que parece de cartón piedra. Con el segundo gol, el de Neymar, me fijé en la reacción de los políticos del segundo escalón.

Fue conmovedor el saludo entre el presidente catalán, Carles Puigdemont y Alicia Sánchez Camacho -PP-, a la que animo con ardor a que denuncie a su cirujano plástico porque cada vez la veo un poco peor, ay, esa nariz, esos labios. Ah, los héroes del fútbol, callados. Cuando habló el tal Alba… mejor me callo.