En 1968, año de los Juegos Olímpicos de México, corrían tiempos convulsos en Estados Unidos. Las desigualdades raciales habían desencadenado una ola de protestas en todo el país, clamando justicia e igualdad para los ciudadanos negros y, seis meses antes de la cita olímpica, había sido asesinado el activista Martin Luther King. En este contexto, los participantes americanos debatieron boicotear su presencia en los Juegos, pero finalmente no hubo consenso y se decidió que cada atleta, a título personal, se expresara como creyera conveniente.

En la mañana del 16 de octubre, el estadounidense Tommie Smith, un texano de 24 años, se llevaba el oro en la carrera de los 200 metros a la vez que batía (19,83 segundos) el récord del mundo. Su compatriota John Carlos, un neoyorkino de Harlem de 23 años, remataría la supremacía USA en la prueba sumando el bronce. Unas horas después, en el acto de entrega de medallas, ambos protagonizarían una imagen que conmocionaría al mundo y quedaría, para siempre, en la retina histórica del olimpismo.

A la hora de la ceremonia, Smith y Carlos captaron la atención del Estadio Olímpico Universitario de México. Caminaban hacia el podio descalzos, con sus zapatillas en las manos y con calcetines y guantes negros. Una vez sobre la plataforma, tras recibir las medallas y cuando empezó a sonar ‘The Star-Spangled Banner’, el himno estadounidense, los dos atletas bajaron la cabeza y elevaron al cielo sus manos enguantadas en negro con los puños cerrados, el símbolo del ‘Black Power’ (Poder Negro). El australiano Peter Norman, plata en 200, también se sumó a la protesta portando en su pecho una pegatina, al igual que los estadounidenses, con la leyenda ‘Proyecto Olímpico por los Derechos Humanos’.

Perseguidos 

El escándalo estaba servido. “Si gano, soy americano, no afroamericano. Pero si hago algo malo, se dice que soy un negro. Somos negros y estamos orgullosos de serlo. La América negra entenderá lo que hicimos”, denunciaría después Smith para justificar aquel emblemático gesto.

El Comité Olímpico Internacional, que entonces presidía el estadounidense Avery Brundage, reconocido por sus ideas racistas y antisemitas, expulsaría automáticamente de los Juegos a los atletas por considerar “inapropiada” su reivindicación política. Tommie Smith y John Carlos serían repudiados en Estados Unidos. Perseguidos y amenazados de muerte, sufrirían un calvario para trabajar y vivir con normalidad.