Un juez involuntariamente republicano acaba de descubrir -y descubrirnos- que en España es posible el ejercicio de la censura previa sin necesidad de salirse de la Constitución. Dado que esto no es una dictadura, sólo queda concluir que vivimos en una democracia de baja intensidad. Tal que en la Venezuela de Chávez, el antiguo sultanado de Marruecos, la progresista Arabia Saudita y otros regímenes amigos, aquí se puede "secuestrar" una revista y hasta meter en el calabozo a cualquiera que -en opinión de un juez y un fiscal- le falte al respeto "a las instituciones". Así lo establecen inequívocamente los artículos 490 y 491 del Código Penal que el juez Del Olmo invoca para mandarle los guardias a los responsables del semanario humorístico El Jueves, acusados de publicar una caricatura "denigrante" e "infamante" de los Príncipes de Asturias. Poca culpa tiene el magistrado que, a fin de cuentas, se limitó a aplicar una ley vagamente medieval que sigue poniendo a los reyes por encima del común de los mortales. Y menos aún si se tiene en cuenta que actuó bajo la incitación de un fiscal general del Estado nombrado por un Gobierno que, sorprendentemente, dice ser de izquierdas. Para mayor asombro de la ciudadanía, el mentado Gobierno defiende esta forma legal de censura aduciendo el "debido respeto" a las "instituciones del Estado", a la vez que la oposición conservadora sale en defensa de la libertad de expresión. Se diría que el mundo está al revés. Ignoran el juez y el fiscal que en el mundo sin fronteras de internet ya no se le pueden poner puertas al campo ni policías a los quioscos. Gracias a esa flagrante ignorancia, un dibujo más bien grosero que apenas hubieran visto los lectores de una revista con 70.000 ejemplares de tirada ha multiplicado su difusión por millones a través de la red informática mundial. Y desde Australia a Norteamérica se ha sabido que en la democrática España existen temas tabúes y personas intocables con las que más vale no gastar bromas. Como no hay mal que por bien no venga, algunos o tal vez muchos ciudadanos podrán deducir de este incidente judicial que incluso entre las democracias hay clases. Las de clase a, tales que -un suponer- Estados Unidos, el Reino Unido o Francia, unen a sus cientos de años de antigüedad un indeclinable respeto por los derechos del individuo. Muy en particular, el derecho a la libertad de expresión que es la viga sin la cual todo el edificio se viene abajo. En esas democracias de pata negra la elección de los gobernantes corre a cargo de los ciudadanos. Son ellos quienes escogen sin intermediarios al alcalde, al gobernador del Estado, a los congresistas y -en su caso- al presidente de la República mediante sistemas directos de votación que reducen al mínimo el papel de los caciques de los partidos. Infelizmente, los ciudadanos -o acaso súbditos- de las desteñidas democracias de clase b se ven forzados a elegir listas cerradas de concejales o de diputados que, a su vez, decidirán en segunda instancia y mediante pactos quien es el alcalde o el presidente del Gobierno supuestamente escogido por los votantes. Fácil resulta deducir que España pertenece más bien a este segundo grupo de democracias de baja intensidad. Y no sólo por el hecho de que apenas tenga treinta años de solera o el dato no menor de que hinque sus raíces en la "transición" desde la anterior dictadura. A esas incómodas circunstancias -que incluyen la instauración de la monarquía por Franco- hay que agregar ahora la subsistencia de una censura que en la mayor parte del mundo civilizado suele considerarse rasgo propio de las tiranías. Del rey abajo, ninguno, titulaba Francisco de Rojas una conocida obra teatral que allá por los comienzos del XVII trataba sobre estas delicadas cuestiones. Tres siglos después, no parece que hayamos avanzado mucho.anxel@arrakis.es