Opinión | áspero y sentimental

José Luis Alvite

Furia de salón

Cuando esperas que suceda algo, lo que verdaderamente te produce angustia no es el tiempo que tarde en ocurrir, sino la prisa que tengas por que ocurra. Al instalarme en el Rahid la verdad es que ya no esperaba que la vida me reservase emociones nuevas. Consideraba cubierto mi cupo de sorpresas, así que me limité a observar a toda aquella gente mientras escuchaba la magnifica música que programaba cada noche Paco Cereijo, propietario del negocio y uno de los tipos más literarios y más leales que he conocido en mi vida. Nadie a mi alrededor parecía pertenecer a mi clase. Formaban un grupo homogéneo, casi endogámico, cohesionado por la circunstancia generacional de haber sido compañeros de carrera en la Universidad o por el hecho de compartir afiliación al Real Aero Club y coincidir con cierta frecuencia hablando de abolengo y de nefrología, empantanados de blanco en el green recién depilado del hoyo siete, empachados de un catolicismo verité que les permitía comulgar con bogavante en los restaurantes más exclusivos de una ciudad en la que el único medio de transporte que funcionaba con cierta regularidad eran las procesiones. A veces se suscitaba una polémica en cualquier corrillo e incluso se excitaban los ánimos. Falsa alarma. La de aquella gente era una indolora rebeldía de gabinete que obedecía más al insoportable peso del tedio que al libérrimo impulso de una verdadera emoción. Cada una de aquellas pasajeras convulsiones obedecía a la humana necesidad de justificarse ante sí mismos y negar para sus adentros la inocua perversidad de una existencia tan cómoda, tan farmacéutica y tan superficial. Se trataba de una absurda violencia sin ira, un esfuerzo sin sudor, una estúpida furia de salón, probablemente una simple y ociosa perversión del parchís. Aquella falsa y tardía rebeldía me hizo pensar que se trataba de un puñado de hombres y mujeres víctimas de las restricciones que les imponía su afán de distinción y que en el fondo no era sino un puñado de gente que fumaba incienso dándole blandas chupadas de urólogo a una pipa de opio. Sus modales era los de una élite burguesa y adinerada, pero a mí jamás dejaron de parecerme la obvia demostración de que la Universidad de su juventud lo que había producido no era una sagrada orla de científicos y de pensadores, sino una vulgar pandilla de licenciados y doctores que creían formar una generación intelectual cuando lo que constituían en realidad era una patología. Aquellos tipos se reprimían de seguir el impulso de sus tentaciones y aceptaban las estrecheces de sus ideas del mismo modo que se resignaban ellas a las restricciones casi penitenciarias que les imponían sus fajas. Se estaban haciendo mayores, sus matrimonios habían fracasado y sus posibilidades de cambiar de vida a mí me parecían las mismas que las de mejorar su handicap en el golf. Ellos tenían los huesos más blandos que las manos, y ellas, ¡Dios Santo!, ellas no concebían que el mundo pudiese reservarles más emociones ni más misterios que los que sus madres hubiesen bordado durante la duermevela del té en el bastidor de la costura. Salvo la de la osteoporosis, probablemente no había en sus vidas otra preocupación que resultase interesante. Yo arrastraba los naturales desperfectos de muchos años de naufragio en el lodo y trataba de compensar las dolorosas secuelas del desarraigo con los analgésicos beneficios de la literatura. Era distinto en el caso de aquellas mujeres. No era su existencia, ni sus finanzas, lo que estaba en peligro, sino sus putos huesos. Por eso mi prioridad era la conciencia, y la suya, el calcio. Conservo una anotación hecha en una cajetilla de tabaco aquella primera noche en Rahid: "En caso de incendio, toda esta gente sólo serviría para propagar el fuego"...

jose.luis.alvite@telefonica.net

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