Opinión | áspero y sentimental
José Luis Alvite
Noches de berrea
Mi relación íntima con algunas de las chicas que frecuentaban Rahid me sirvió para descubrir que lo que ellas esperaban de lo nuestro era que mi sincera amistad derivase cuanto antes en mala compañía. Podría servir como resumen lo que una de ellas me dijo en su lujoso dormitorio mientras fumábamos boca arriba en cama: "¿Sabes?, cuando te pusiste sentimental, temí que me respetases". Equivocarte en la seducción de una mujer así puede ser un doloroso fracaso; no haberlo intentado, sería sin duda un error imperdonable. A mí con las mujeres del Rahid me sonrió la suerte casi desde el principio y puede decirse que la sucesión de relaciones fue tan sorprendente como lo sería para un cazador encontrarse a las liebres haciendo cola frente a la escopeta. No me lo podía explicar. Mi mala fama se volvía en mi favor. No tenía ninguna de las cualidades para ser un buen marido, pero ese era precisamente el motivo de su acercamiento. A veces pienso que si lo hicieron conmigo fue porque desde su higiénica posición social el hecho de relacionarse con un tipo que salía del arroyo les resultaba moralmente tan soportable como si escupiesen en un suelo en el que una mancha nueva solo sirviese para mejorar la mierda. Si eso pensaron, no me importa en absoluto. Aunque me cuesta separar el sistema emocional y el aparato digestivo, puedo acostarme con una mujer sin reparar en sus pensamientos tanto como me permito comer un pollo sin pensar en cómo fue criado. No sé qué habrán sentido ellas en cada momento, pero no creo equivocarme mucho si supongo que aprovecharon mi descaro y mi falta de escrúpulos para dejar que su fisiología hiciese cosas que no les permitía su educación, como que les relinchasen los labios mientras se agarraban con los ojos cerrados al cabezal de la cama o que en la laxitud del desenfreno los obstétricos gases del placer les hiciesen hablar la vagina igual que si fuesen a expulsar una camada de cachorros amnióticos o la serosa flema de un fibroma. Ese era mi objetivo y creo haberlo conseguido. Nunca esperé de ellas que fuesen sinceras al decirme "te amo", pero reconozco haber sentido legítimo orgullo cada vez que el temblor de las piernas les dificultaba acertar con la puerta del baño. Fui embustero y no sé si me habrán perdonado el cinismo de ensuciar sus almas, pero que yo recuerde, jamás me reprocharon que manchase sus camas, como no les eché nunca en cara que dejasen las plantas de sus pies marcadas en el parabrisas del coche. En el fondo éramos distintas maneras de vestir pero habernos reunido en cama trajo como consecuencia que compartiésemos las miserias, los sueños y las manchas. No sé si eran sinceras al decirme que esperaban otra cosa de mí, no sé, una historia duradera que acabase frente al escaparate de Pronovias, aunque con el paso del tiempo creo haber descubierto que cada vez que nos revolcábamos sentíamos juntos el placer y el asco, acaso porque en las relaciones sexuales el uno no se entiende del todo sin el otro. De entre las toleradas para menores, "Me excita que me digas guarradas" es la frase más expresiva que recuerdo, probablemente también la más sincera. Mi semántica de burdel se enriqueció sin duda con aquellas confesiones. Solo en el dentista eran antes peor habladas las fulanas. Cada vez que las chicas del Rahid se dejaban ir en el paroxismo del desenfreno, yo hacía cuantas cosas me pedían, sin reparar en esfuerzos, ansioso como un perro y entregado como un sirviente, hasta que su boca me devolvía la respiración a la mía envenenada con las mayores obscenidades que haya podido escuchar en mi vida y que solo leídas en francés resultarían comestibles. Después nos fumábamos unos cigarrillos como si nada hubiese ocurrido, por completo ajenos a tanta zoología, mientras su distendido cuerpo de fulana volvía a la recatada dimensión de su hábito de benedictina y el mío enfriaba sobre una corrosiva compota de txangurro en los detritus de aquel cocedero de marisco. Ella se ausentaba luego a la ducha cavilando sobre sus cuaresmales piernas temblorosas, dejando a su paso un delicada hilatura de esperma mezclada con una tenia de saliva, como una araña a la que se le hubiese soltado de las patas su ovillo de seda. "Te tienes que marchar; dentro de media hora viene la chica de la limpieza. Después me pasaré por el bufete antes de viajar a Sanxenxo", me advertía. Misión cumplida. Yo me vestía casi sin tiempo a saltar de cama y ella abría la ventana del dormitorio para que saliese a la calle aquel penetrante olor a caza y se esfumase confundido en la calzada con la litúrgica berrea de los coches. ¿Remordimientos? Por mi parte, ninguno. Por la de ellas, supongo que tampoco. Como me reconoció C. al final de una de aquellas monterías: "¿Sabes?, creo que tenías razón cuando me dijiste que a recuperar la dignidad por la mañana ayuda mucho saber dónde diablos dejaste anoche las bragas".
jose.luis.alvite@telefonica.net
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