Opinión | áspero y sentimental
José Luis Alvite
Belleza inacabada
Aveces creo que mi manera de vivir fue durante años una constante indecisión entre la búsqueda de la soledad y el desánimo que me producía la dudosa fortuna de haberla conseguido. Quería ser un hombre reservado y huidizo, alguien que se acercase a la gente con la secreta esperanza de decepcionarla, un tipo que perseguía con tenacidad sus fracasos y caía luego en un estado de pesadumbre que le llevaba a creerse el hombre más desgraciado de cuantos conocía, un ser autodestructivo que si despertaba el afecto en los demás era para permitirse luego al angustioso placer de echarlo todo a perder, como un escultor que emplease los últimos golpes de su escoplo en la escrupulosa demolición de su obra. Mi conciencia era para mí menos importante que mi manera de escribir, así que puse mi vida al servicio de mi estilo, procurando en todo momento que la felicidad no malograse aquel puntito de amargura que tanto bien le hacía a mi letra. Ésa fue sin duda la razón de que las conversaciones con el psiquiatra hayan sido para mí más importantes que sus recetas y que la paz interior haya producido en mi literatura efectos de peor calidad que los causados por los remordimientos. Si me encaprichaba por una mujer, lo hacía dejando a salvo la posibilidad de que rectificásemos a tiempo de que el amor no se entrometiese en lo nuestro, convencido como estaba de que el orden emocional es el origen del tedio, persuadido además de que en la crónica rutina de la vida en pareja la serenidad sentimental adonde conduce no es al arte, sino a la mueblería y al menaje de cocina. Mi idea de la felicidad era la de que se trataba de un sentimiento teórico, una fruición sin calor, el recreativo fogueo homeopático del cazador que desiste de cobrar la pieza una vez tiene la certeza de no fallar el disparo. Algo me decía que existe una extraña perfección en lo inacabado, una belleza de lo inconcluso, tal vez un paroxismo del fracaso como origen terrible del hallazgo artístico, la sobrecogedora perfección que sin duda tienen a veces las ruinas. De estas cosas hablé muchas noches con M en su cama. Ella luchó al principio en defensa de la idea de perpetuar lo nuestro y si desistió fue porque cayó en la cuenta de que lo mejor del futuro suele ser la posibilidad de evocar el pasado, de modo que al final nos resignamos a vivir lo nuestro sin hacernos ilusiones, entregados a la certeza de que el fracaso de aquella historia sería lo único que probablemente la hiciese inolvidable. Sabíamos que era su destrucción lo que hacía memorable el amor, igual que perpetúa el fuego el recuerdo del bosque que calcina. Podíamos haber durado mucho tiempo juntos pero para ello habríamos tenido que renunciar al desenfreno y llevar una vida ordenada que iría en contra de nuestro carácter y de aquella mórbida tendencia a envolver el regalo del placer en cualquier papel que le apretase. Una noche le dije que si queríamos tener futuro más allá de cualquier vulgaridad matrimonial, lo mejor sería plantearnos nuestra relación como algo cuya belleza residía en su vulnerabilidad. "No estamos hechos para la vida en común. No resistiríamos la odiosa rutina de las efemérides, nena -le dije-, ni disfrutaremos del sexo cuando el placer se haya convertido en un compromiso. No seremos felices si no nos sentimos culpables. El pijama nos impediría soñar". "Sigamos así algunas semanas -le propuse- y pensemos que el día de mañana podremos recordar estos días como aquel tiempo hermoso, indoloro y lejano en el que deshuesamos en cama los terneros del sudor mientras aquella llama desdentada masturbaba en el candelabro la vela y Dios silbaba como un arriero en la cafetera del salón". Y así lo hicimos. Desde entonces casi ni nos hemos visto. A veces le telefoneo y no contesta mis llamadas. Todo salió como habíamos pensado. Como no podía ser de otro modo, lo mío con M fue una historia intensa y sin otro futuro que no sea el de planificar el nebuloso retorno al pasado. ¿Que por qué la llamo si sé que no contesta? Bueno, digamos que la llamo por la misma razón que esperamos escuchar los pasos de alguien que no existe cuando visitamos a oscuras cualquier ruina. Y también, ¡qué demonios!, porque su teléfono y mi teléfono no tienen ninguna culpa de lo nuestro...
jose.luis.alvite@telefonica.net
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