Opinión | pro domo nostra

Ramón Farré

Juguetes del fuego

Válenos, madre tierra,

cuida tú de estos niños que ahora llamas

a su dura jornada con un beso. (V. G.)

En Oriente Próximo la Humanidad sufre de nuevo el estruendo de las bombas, el horror

de las sangres derramadas. ¡Más fuego y más dolor sobre el planeta!

Ante la impotencia internacional, unos a otros se inculpan en estrategia indecente. Cuentan sus niños -juguetes de aquel fuego-, quienes emplazan lanzaderas de misiles en las escuelas y quienes las arrasan con sus divisiones acorazadas porque allí están las lanzaderas.

Cuentan y recuentan sus hijos muertos y los media presentan el pavoroso recuento, la inacabable megamuerte, "donde afila la vida sus ultrajes"?. y sus crímenes.

Hace ya mucho tiempo -al menos cuatro generaciones- que todo sucede allí para vergüenza de los hombres. Hace demasiado tiempo que en la destrucción que los aflige, los jóvenes son desesperanzado pasto de ciegos fanatismos -y brutales-, la música difunta de esta aflicción incesante. Se han instalado polvorines en mezquitas; se ha utilizado a la población -a los niños, también- como escudos humanos; sobre campos de refugiados se arrojaron bombas camufladas en muñecas que explotaron al ser recogidas y acariciadas por las niñas que con ellas soñaban para amarlas.

Supimos de niños, y más aún de jovencísimas mujeres, que, revestidas de dinamita bajo el atuendo holgado y con cargo a su propia vida que otros decidían con un mando electrónico en la mano, reventaron mercados, hoteles y autobuses trizando hierros y vidas. Las de otros niños, las de otras mujeres y otros hombres, cuyo dolor a veces se nos escamoteó.

Supimos también, sobrecogidos, que se había inmolado una mujer más que treinteña. Una mujer que podía acreditar una vida académica más larga y mejor aprovechada que el común y que además era madre de dos niños muy pequeños, incapaces de entender todavía que "esta vida, tan viva y tan segura, tiene un pozo en el fondo de agua amarga".

Enamorada, mantenía aquella mujer una relación extramarital con un fundamentalista militante y cuando el adulterio fue conocido, el amante, desde la comodidad de la retaguardia mas con el Corán en la mano y ad pedem literae, ofreció a la acorralada mujer la redentora senda del martirio. A cambio de su sangre por la causa, la esperanza tanto de acallar el escándalo como de restaurar su buen nombre. Para sus hijos. Todo lo que sabemos hoy nos ha enseñado, en definitiva, que de este conflicto por la tierra y por el agua, de este conflicto infernal de sangres calcinadas, no saldremos de la mano de un fundamentalismo que entregue a sus niños, ciego y brutal, para aniquilar a otros niños. ¿Quién habría de gozar la alegría de la victoria? ¿Quién habría de celebrarla? Nadie saldrá de este conflicto sin el otro. Podemos estar seguros igualmente de que, entregado al elevado designio de ensalzar a los mártires, no será ahora el arrojado guerrillero, el coránico amante de aquella heroica mujer, quien desvele a los huérfanos lo que la vida más que a nadie a la madre le encomienda: que "existe la alegría, pero duele", que tendrán "que conseguirla" y que cuando la consigan, tendrán miedo.

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