Opinión | inventario de perplejidades

Jose Manuel Ponte

Un negro en el poder blanco

He visto imágenes de la fiesta popular previa a la toma de posesión de Barack Obama como presidente de los Estados Unidos, acto solemne que tendrá lugar hoy en el mismo escenario del capitolio de Washington. Es un lugar archiconocido, incluso para quienes no hayan estado nunca allí de cuerpo presente y recuerda los decorados que el laureado artista asturiano Gil Parrondo Rico (lejano pariente del que esto escribe por la amplia nómina de los Rico) concibió para ambientar grandes producciones de Hollywood sobre la Roma imperial. A los niños que disfrutamos viendo ¿Quo Vadis? o Ben Hur, estos conjuntos arquitectónicos que parecen de cartón piedra, con amplios movimientos de masas, líderes saludando desde altas tribunas, y mucha trompetería, nos gustan mucho. En realidad, la escenografía del poder no ha cambiado demasiado en siglos y el protocolo vale lo mismo para los emperadores chinos que para Napoleón, para los caudillos nazi-fascistas que para los jerarcas soviéticos, para Fraga, con sus bandas de gaiteros, que para los procónsules Touriño y Quintana, con su orquesta y coros. En esta ocasión, el festejo de Washington no difirió demasiado del de cualquier evento musical multitudinario con pretextos benéficos. Desfile de cantantes famosos, enormes pantallas de vídeo para agigantar la imagen de los artistas, y mensajes publicitarios, durante las pausas entre actuación y actuación. Por lo que se refiere a este caso, los mensajes publicitarios fueron sustituidos por citas de anteriores presidentes norteamericanos, poniendo mayor acento, como es lógico, en los demócratas que en los republicanos. Y como las vaguedades, enfáticamente pronunciadas, valen para un roto como para un descosido, hasta hubo una mención para Ronald Reagan (por cierto uno de los iniciadores de la prácticas financieras que nos han llevado a la ruina), que se pasó los cuatro años de su segundo mandato con síntomas evidentes de la enfermedad mental que le aqueja, según dice el prestigioso economista Paul A. Samuelsson. Ver a Barack Obama, con su estilo de predicador, hablando a la multitud bajo la estatua de Abraham Lincoln, el presidente que abolió la esclavitud en Estados Unidos es una imagen refrescante después del mandato catastrófico de Bush. Aunque cabe especular si su elección es un acto premeditado de auto-depuración de un sistema en crisis que quiere salvar los muebles, o un síntoma esperanzador de hastío popular ante una elite política, corrupta y enloquecida, que lo conducía al borde del abismo. En cualquier caso, un hombre de raza negra en la Casa Blanca parece una versión actualizada de La cabaña del Tío Tom. Para salir de este hoyo, el sistema tiene que recurrir a un negro, culto, atractivo, sano, y buen orador. Se trata de una novedad relativa. Antes lo ha hecho, con los atletas, los jugadores de baloncesto, de fútbol, y de golf, y con los boxeadores y los músicos. ¿Qué hay de raro en que lo intente con un presidente de los Estados Unidos, o con un Papa? La raza blanca está cansada y ya no sirve ni para mentir bien. Al menos en un primer plano. Aunque no renuncie a hacerlo desde detrás del telón.

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