Opinión | áspero y sentimental
José Luis Alvite
Las oraciones, las banderas y las flores
Por si en algún momento nos sirve de algo, tomemos nota de lo ocurrido en el Capitolio de Washington. El presidente Barack Obama hizo un discurso memorable sin necesidad de reproches ni venganzas, sin proferir una sola amenaza, cuidadoso para mostrar su gratitud incluso hacia quienes, por desidia, por malicia o por simple torpeza, se equivocaron en su esfuerzo, despilfarraron el prestigio y la riqueza y pusieron a los Estados Unidos a los pies de los caballos. No era la primera vez que el sensato Obama anteponía los intereses colectivos de su país a las conveniencias partidarias, ni será la última, pero su discurso frente al mundo en su toma de posesión constituyó sin duda en derroche de esa fogosa humildad fundacional que ha hecho de aquella nación un portentoso ejemplo de lo que puede conseguir un pueblo si sus políticos no caen en la tentación de la vanidad, la rapiña, el despotismo o la arrogancia. Tomemos nota, por ejemplo, de que las frecuentes referencias de Obama a Dios para mostrarle su personal gratitud o para pedir su apoyo no fueron contestadas en ningún momento por nadie que no fuese creyente, ni es en absoluto probable que alguien le pase algún día factura por ello. Les habló a los cristianos y a los musulmanes, a los budistas y a los judíos, pero se refirió también a los agnósticos, porque el esfuerzo para sacar a un pueblo de cualquier atasco no depende de la fe religiosa de quienes estén dispuestos a hacerlo, ni de su escepticismo, sino de que tengan confianza en las ventajas de compartir el objetivo de esa redención económica y política que en cierto modo el nuevo presidente norteamericano le propuso ayer al mundo desde su tarima en Washington. No creo que sea la de Obama la fe infantil y timorata del beato, sino la pragmática convicción ética de alguien que sabe que en la recuperación del espíritu de un país, y en su reconstrucción material, incluso el crucifijo puede ser una magnífica herramienta con la que cambiarle la rueda pinchada al tractor que cosecha el maíz en las llanuras de Iowa. Tomemos nota de eso por si algún día somos capaces de no convertir la tolerancia en un arrogante gesto benéfico, sino en un estricto acto de justicia. Exijamos de nuestros políticos una conducta pública en las que las suyas sean las únicas ventajas en cuya consecución no haya empleado sus mayores esfuerzos, y no les perdonemos, a ninguno, ni siquiera a nuestros favoritos, que, como suele ocurrir, cometan la vileza de convertir cualquier solución en un nuevo problema. No les perdonemos tampoco su demagogia, su despilfarro, tampoco su inexplicable y culposo enriquecimiento personal, ni esa retórica pajiza e inútil con la que se han venido perpetuando en el sustancioso desempeño de sus funciones mientras el pueblo llano tiembla ante la posibilidad de que sea el impertérrito agente de los embargos quien llama con inquietante y córvida insistencia al timbre de la puerta. Seamos así mismo exigentes con quienes se atribuyen la guía espiritual de la sociedad pero no hacen en su favor un solo esfuerzo que no sea el de subirse al púlpito en nombre de un Dios hermafrodita y sectario, pidiéndole de manera enérgica a sus maniqueos albaceas que lo liberen de la disciplina dogmática en la que lo mantienen recluido y lo saquen a la calle para que sus creyentes vean que quien arrima el hombro a su lado es un Dios diferente y sudoroso, un Dios a granel al que por el bien de la gente no le importaría remar sentado en el mismo banco en el que de buena fe remase también el mismísimo diablo. Pero tomemos nota también nosotros, la gente corriente, los prosaicos hombres de diario, y pensemos que nuestro destino no puede ser una línea perdida en el alfabético anonimato del listín telefónico, ni unos minutos de charla dominical haciendo paciente cola frente a las urnas. Y recordemos las referencias de Obama a los campos de batalla en los que lucharon sus compatriotas y no olvidemos que hizo el amargo repaso sin perder un solo minuto en distinguir entre culpables e inocentes. Gettysburg es el ejemplo de cómo resolvieron ellos su guerra civil aprovechado que el transcurso del tiempo suele ser más benevolente y menos interesado que el fragor de la lucha. En el campo de batalla de Gettysburg yacen enterrados los muertos de ambos bandos y, con independencia de lo que diga la historia, lo que allí impera es la escrupulosa neutralidad moral que impone desde entonces el humilde jardinero al podar a ciegas los setos y repartir sin prejuicios las oraciones, las banderas y las flores.
jose.luis.alvite@telefonica.net
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