Opinión | intrahistorias
Álvaro Otero
La piel del poder
Escribir sobre un país ajeno produce reparo. Por mucho que uno haya viajado a través de él, siempre es consciente de que tratar de penetrar su alma mediante la pura observación, y extraer después conclusiones, es un ejercicio arriesgado y un punto arrogante. Si difícil es conocer a una persona, más arduo, si cabe, es entender las razones profundas, históricas, culturales, que hacen ser a todo un país como es. Máxime, cuando se trata de la primera potencia mundial, Estados Unidos, siempre en el ojo, en la boca, en los artículos de todo el mundo. Por mi parte, sólo he estado allí en un par de ocasiones, que me han servido, si acaso, para reafirmar mi admiración por su fuerza emprendedora y por su dinamismo, y también mi sorpresa ante la absoluta alienación de su sociedad, capaz de grandes obsesiones colectivas en las que la televisión actúa como catalizador, como una suerte de gran demiurgo. También, para constatar sobre el terreno el abismo que separa el estado de bienestar europeo de su capitalismo salvaje, que convierte al ciudadano en un hombre solo ante su destino, impelido a pedalear sin pausa en la rueda de la vida y ser abandonado a su suerte ante un eventual fracaso. Estados Unidos, desde la perspectiva europea, arranca sentimientos contradictorios. Uno camina por Brooklyn, observa en cualquier puerta de cualquier barrio modesto la sempiterna banderita con su sempiterno eslogan, In god we trust, y no alcanza a concluir si eso es pura alienación o una de las claves de su liderazgo, o ambas cosas a la vez. Y esa especie de dificultad interpretativa, de desconfianza, es la que acompaña a un acontecimiento político como el acceso a la presidencia de un negro, Barack Obama. A muchos nos gustaría que fuese el gran comienzo, el pequeño gran paso en la construcción de un mundo mejor. Lo es objetivamente, y por razones obvias, para la raza negra y para la lucha contra esa lacra que se llama racismo, y parece que lo será también para esa ignominia llamada Guantánamo, vergüenza de cualquier nación y de todos los gobiernos -el de España incluido- que aceptaron participar en su entramado. Pero no sabemos si después de los fuegos inaugurales se mantendrá la llama y seguirán cayendo otras ignominias como la pena de muerte, el culto a las armas, la arrogancia que le ha llevado a invadir territorios soberanos. No sabemos si Obama será otro gran espejismo americano, con sus grandes dosis de espectáculo y grandilocuencia. Se acabó, pues, el tiempo para el glamour, para las enternecedoras biografías, el apoyo de las estrellas, la foto con el ubicuo Bono, los trajes de Michele, la parafernalia y el emotivo concierto de Aretha. Llega la hora de los hechos. Y ante los hechos, ante el ejercicio del poder, no hay piel negra ni blanca que valga.
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