Opinión | crónicas galantes
Ánxel Vence
De vuelta al candil y la corredoira
Bastó una tempestad inflada por el viento como las de antaño para que Galicia retrocediese este fin de semana a los tiempos en que era un reino vagamente medieval: sin luz, sin aeropuertos y sin apenas carreteras practicables. Tanto en el plano de la meteorología como en el más delicado de la economía, los gallegos avanzamos impetuosamente hacia el pasado. Vuelven en efecto los históricos temporales de hace un cuarto de siglo que parecían abolidos por el cambio climático; pero también la vieja economía del contrabando y del rubio de batea como alternativa a la crisis. Si de algo sirvió, en realidad, la letal tormenta que acaba de pasar por Galicia como un elefante por una tienda de loza ha sido para poner al descubierto la extrema fragilidad de las infraestructuras de este país en cuanto se las pone a prueba. Sin alcanzar, ni de lejos, la fiereza de un huracán caribeño, el vendaval bastó para dejar a oscuras a 500.000 personas o, lo que es lo mismo, a uno de cada cinco gallegos.
Como en los buenos viejos tiempos del monopolio de la electricidad, la compañía que en la práctica lo sigue ejerciendo en Galicia demostró no estar todo lo preparada que sus clientes desearían para hacer frente al mal tiempo con buenas garantías de suministro. Una falta de previsión seguramente poco tolerable si se tiene en cuenta que las empresas eléctricas obtienen aquí buena parte de sus recursos a costa de explotar los ríos, contaminar el aire y dañar -sin contrapartida visible alguna- la tierra en la que viven los residentes en Galicia.
A dos velas por culpa del viento y las eléctricas, Galicia quedó aislada también por aire con el cierre de los aeropuertos; por mar, con el amarre de la flota, y hasta a ras de tierra, donde el vendaval interrumpió ocasionalmente la circulación de trenes y coches. Privados de aviones, de modernas vías de comunicación terrestre y hasta de luz, los gallegos tuvieron la oportunidad de revivir -siquiera fuese por el breve período de un fin de semana- la nostalgia de los tiempos del candil y la corredoira. Cierto es que la mayoría de la población ya no recuerda aquella época por meras razones de edad y que los pocos que sí la vivieron, preferirían no recordarla. Pero eso apenas importa.
Más que una simple alteración climática, la tempestad de este fin de semana y sus muy incómodas secuelas bien pudieran ser tan sólo un síntoma del avance hacia el pasado que -al modo del cangrejo- están experimentando Galicia y España en general.
Los últimos desórdenes en la atmósfera estuvieron precedidos, efectivamente, por otras tormentas de orden financiero. Recuérdese, por ejemplo, el derrumbe del negocio estraperlista de la vivienda sustentado durante toda una década por la codicia de la gente y la usura de los prestamistas. La explosión del inflado globo de los pisos afectó en su onda expansiva a los bancos que habían contribuido a llenar de aire la burbuja inmobiliaria: y a partir de ahí, todo fue ir cuesta abajo por la rodada de la crisis.
Las sobrevaloradísimas casas dejaron de venderse en cuanto el primer primo se retiró de ese timo de la pirámide; los bancos -entrampados- cerraron a continuación el grifo del crédito; las empresas comenzaron a quebrar, los trabajadores perdieron su empleo y a estas alturas de la película ya nadie sabe en dónde acabará toda esta lógica sucesión de desdichas.
Por lo que toca a Galicia, la policía ha detectado un cierto incremento del contrabando, rama de la economía sumergida que aquí ha sido históricamente una espita de salida a las carencias de la economía de a flote. Después de experimentar el candil y la corredoira este fin de semana, ya sólo nos falta volver al rubio de batea para que el viaje al pasado sea completo. Gallegos a fin de cuentas, jamás damos marcha atrás. Nos limitamos a avanzar hacia la retaguardia, con el Gobierno al frente.
anxel@arrakis.es
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