Opinión | áspero y sentimental
José Luis Alvite
Aquellas pisadas manuscritas...
Si se sabe elegir la melodía, los tres o cuatro minutos de una buena canción son suficiente motivo para haber vivido. No tengo precisamente arraigada la costumbre de bailar, pero unas cuantas veces al año me emparejo con cualquier amiga y aprovecho para decirle las cosas que me sugiere la canción que suena mientras bailamos. No importa el aspecto que tenga esa noche mi pareja, ni que le huela a cerveza el pelo. La música tiene la virtud de privarme del olfato y del sentido del ridículo. También me pone tierno y me vuelve sincero, aunque la sinceridad que me provoca la música sea una sinceridad especial, la clase de precaria franqueza que hace que un hombre confiese con pleno convencimiento sentimientos que no está muy seguro de tener. Me vuelco en mi pareja con la misma angustia y tanta determinación como si esos tres o cuatro minutos de baile en la pista de El Corzo fuesen con toda seguridad el resto de mi vida. En esos momentos no imagina uno que puedan sonar absurdas o ridículas las frases con las que se confiesa mientras baila en canal una de esas canciones de Teddy Pendergrass en las que siempre parece demasiado temprano para la amargura de fracasar. Incluso olvido mi pasado y hasta me parece imposible que un tipo como yo pueda tener recuerdos mayores que sus hijos y de la misma edad que su experiencia. Me pierde la música que suena. Ese cabrón de Pendergrass... Su voz convierte en pan el sexo... Intento sobreponerme y caer en la cuenta de que lo mío con aquella mujer no es verdad que nos esté ocurriendo a oscuras en el dial de la radio, lejos, muy lejos de nuestros pies, quién sabe si en uno de esos locales nocturnos de Compostela en cuya puerta uno cree haber visto por el rabillo del ojo un rótulo que nos separa apenas quince millas, y dos dedos de niebla, del resplandor de un premioso atasco de coches a las afueras de Cleveland. No sé si era Marta -¿sería ella?- No sé,... creo que era Marta la chica a la que aquella madrugada en El Corzo le dije que la verónica de su peinado me hacía sentirme a salvo en el portal de casa y que si Teddy Pendergrass seguía cantando de aquella manera, le pediría a ella que se mudase conmigo a la lista de correos. Sus pies me parecían en ese instante el único sitio al que sabrían ir con copas los míos. "¿Quién es el que canta?", me preguntó. "Se llama Teddy Pendergrass y es ahora mismo el único hombre que no me importa que te distraiga de mí. Aprovecha su voz y esta canción. Dura cinco minutos. ¡Cinco minutos!... ¡Dios Santo!, cinco minutos, Marta, amiga mía,... cinco minutos es lo que habremos tardado en desclavar con amargura nuestros cuerpos de la agradable crucifixión del baile"... Después la voz de Pendergrass amainó como pomada en nuestros pies, se apalabró el silencio en nuestros labios y un par de años después de aquella historia con dos dedos de niebla, con el coche aparcado en una acera de Compostela a quince millas de Cleveland, esta noche escucho la hermosa canción de Teddy Pendergrass y mientras tecleo esta columna, presiento manuscritas en mis manos las pisadas con las que nuestros pies, maldita sea, descontaron aquella madrugada en El Corzo el poco tiempo que faltaba para que la luz del día oscureciese sin remedio, y para siempre, el resto de nuestras vidas.
jose.luis.alvite@telefonica.net
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