Nunca como hasta ahora me había impactado tanto que se hablase de la doble muerte de un ciudadano. Lo explicaba el reportaje periodístico sobre la recuperación de la memoria del último alcalde republicano de Ourense. Una muerte acontece ante el paredón, con las balas que segaron su vida; y la otra, con el olvido que prácticamente le había borrado incluso del recuerdo, excepto para sus familiares y allegados. Y han tenido que pasar 72 largos años para que yo, al igual que otros muchos, la mayoría, sepamos algo de Manuel Suárez, fusilado en julio de 1937 "por alcalde, por socialista y por masón", declara su hija en el reportaje. Es duro, muy duro, vivir con la congoja del desamparo, tragándote el enojo de la injusticia mientras ves cómo progresa la carcoma del olvido. Entiendo que subleve el no saber muchas veces ni dónde reposan los restos de los seres queridos. Todo esto es una parte pequeñísima del dolor y de los daños que toda guerra produce. Es inevitable, parece que empieza a barbotear en nuestro interior, cada vez que sabemos de un nuevo conflicto. No, no es verdad, esos sufrimientos son evitables, y siempre lo serán si las personas nos comportamos como seres razonables. La prueba es que son más abundantes en la historia, y quizás más extensos que los bélicos, los periodos de paz y de bonanza. Frente al fatal determinismo de una belicosidad perenne apuesto por una progresiva concordia pacífica.