Si el proverbio que dice que siempre que llueve, escampa -pura sabiduría empírica- está en lo cierto, dentro de un año, de dos o de cinco, quién sabe, llegará el final de la crisis económica. Y cuando eso suceda, serán legión los expertos, los analistas y los divulgadores que nos aclararán, de viva voz y por escrito, las razones de nuestras actuales congojas. Entretanto llega tanta clarividencia, parece bastante obvio que no hay nadie capaz de aventurar no ya las claves necesarias para escapar del hoyo sino cuánto nos queda siquiera por delante hasta encontrar la salida. Lo más que hacemos es aplicar recetas caducas, llevar a cabo discusiones teóricas y atizar el fuego político. A menudo todo a la vez y con el drama, ni teórico, ni caduco, sino muy real y próximo, del paro como telón de fondo. Estremece que, a estas alturas, cuando España se encuentra en la cima del desempleo europeo, aún estemos dándole vueltas acerca de si sería bueno o malo abaratar el despido. De ser médicos, los litigantes andarían discutiendo sobre la oportunidad de suministrar cigarrillos a quienes padecen un cáncer de pulmón. No deja de ser cierto al fin y al cabo que, muerto el can, la rabia desaparece. Si terminamos todos en el paro acabará también por dejar de ser éste un problema para convertirse en una seña colectiva de identidad.

Pero lo que ya hemos podido averiguar, sin necesidad siquiera de asomar la cabeza al final del túnel, es que los vicios anteriores, los disparates aquéllos que provocaron la aparición de la crisis, no tienen pinta de desaparecer. Van a continuar presentes porque, según parece, forman una parte consustancial de nuestro entramado económico. Así, los seis bancos más grandes del mundo han reservado una parte de sus fondos disponibles -no pocos de ellos salidos, ya sea directa o indirectamente, de los dineros públicos que se destinan al reflote del sector financiero- para pagar aún más a sus dirigentes. La noticia se hace pública a la vez que aparece el estudio capaz de explicar por qué razón la caída del Euríbor no se refleja del todo en el alivio de nuestros bolsillos: las entidades bancarias ponen límites en la rebaja de las hipotecas. Un tipo mínimo real y un máximo cosmético -que jamás se alcanzará-, para que no se diga que ignoran la teoría aristotélica del justo medio.

Estaba por indignarme un poco más cuando leí la tercera noticia del día referida a la contraposición entre poderosos y miserables: la de las intoxicaciones masivas en Bangladesh a causa del arsénico que contienen los pozos. Duele que ese drama haya llegado de la mano de la ayuda humanitaria. Y suena a broma que, como solución mejor, se recomiende a los bengalíes que coman bien y no beban el agua intoxicada. Tuve que leer dos veces la frase para darme cuenta de que no era un chiste macabro. No lo es. Se trata de una verdad universal, aplicable a los ciudadanos de este reino: si usted fuera rico, un alto dirigente de un banco, por ejemplo, y no un miserable candidato al paro, no le pasaría lo que le está pasando.