Sin educación y faltos de cultura, porque ignoran hasta lo elemental de un templo cristiano. Lo pensé cuando un grupo de energúmenos entró voceando en una iglesia, y sobre todo al oír preguntar destempladamente ante el silencio reinante: "¿Hay alguien aquí?" Me dieron ganas de salir a disputar con ellos, pero opté por morderme los labios, callar y elevar una mirada suplicante al sagrario diciéndole a Dios que le disculpase, que tuviese por saludo lo que no era sino el rebuzno de un cafre. Podré llegar a entender que no sepan para qué valen algunos utensilios, los confesionarios, por ejemplo. Pero se le explica, como aquel espabilado ascensorista -había trabajado de ello en un edificio oficial cuando los ascensores sólo eran accionados por un empleado- quien visitando con su crío una iglesia, el chavalín le preguntó qué era esa especie de caseta de madera con ventanillas junto al muro. El padre, con la sabiduría de su oficio, le contestó: "Es el ascensor para ir al cielo". A veces se frivoliza incluso con temas de conciencia. Se hacen chistes de la confesión, como si fuese un recurso sólo de boquilla del que abusamos los católicos para seguir haciendo justamente aquello de lo que nos confesamos, ignorando que una confesión sin arrepentimiento, sin la decisión de cambiar de conducta, no sólo es inválida, que no te perdona nada, sino que te cargas además con otro pecado peor, el sacrilegio de querer falsear un sacramento. Es que ni respetan ni saben el catecismo.