El ministro de Justicia espera una sentencia desestimatoria de los recursos contra el estatuto catalán. Y es lógico, porque el ministro conoce muy bien el TC, del que fue letrado siete u ocho años, y mantiene excelentes relaciones con varios de sus actuales magistrados. Y la desea, porque confirmaría su opinión sobre el estatuto a cuya redacción contribuyó señaladamente, y porque fortalecería políticamente al Gobierno. Dice el ministro que el retraso de la sentencia, comparado con el sufrido por otros asuntos infinitamente menos complicados, no es excesivo y que nada excepcional ha sucedido en los dos años y pico que el estatuto lleva aplicándose. No se ha roto la unidad de mercado, ni los catalanes tienen más derechos que los demás, ni cosas mayores. O sea, que el PP y los críticos del estatuto han quedado en evidencia porque no ha pasado nada. Cree el ministro que el TC hará una buena interpretación constitucional y estatutaria que marcará el futuro del Estado de las autonomías, y sugiere a quien no le gusten los efectos políticos que cambie las leyes. Así las cosas, lo que no entiendo es su inquietud porque aún no haya sentencia, con lo bien que ha ido todo. Se diría que el ministro piensa, como los nacionalistas catalanes y el PSOE, que el recurso era innecesario, cosa de alarmistas o enredadores.

Sí que han pasado cosas. Cosas que no mueven a la ciudadanía ni conmueven la técnica de un letrado, pero que un ministro no puede ignorar. No es la menor el deterioro de la autoridad del TC en los medios políticos, periodísticos, jurídicos y académicos. Es decir, entre las gentes que más se ocupan y preocupan por la salud del órgano constitucional más delicado de todos. Al ministro, constitucionalista y letrado del TC, no se le puede pasar por alto, aunque lo silencie. Tampoco es pequeña cosa que el estatuto se aprobase al precio de ignorar por completo la opinión del PP y de aislarlo, rompiendo consensos políticos de siempre en esta materia. Sería un consuelo poder reducirlo todo a discrepancias con unas siglas, pero la mitad de los españoles, como poco, creyó inconveniente el estatuto catalán. Lo sabe también el ministro que tampoco da importancia a lo sucedido con la financiación autonómica o con la aprobación de la ley de educación catalana. O con la tensión entre el Estado y la Generalitat por contener o acelerar el desarrollo del estatuto. Son cosas que se apuntan en unas líneas pero que han marcado estos años en los que, según el ministro, no ha pasado nada.

El estatuto ha sido, desde el impulso inicial, mucho más que una norma jurídica. Ha sido la expresión democrática de una potente dinámica antinacional y antiestatal que los partidos nacionalistas catalanes, PSC incluido, han alimentado desde que Maragall y Zapatero accedieron a sus presidencias en 2003 y en 2004. Una dinámica que ha crecido, en buena parte, por la incompetencia del PSOE. Una dinámica desasosegante que traerá cola, justamente, porque el estatuto, tocando cosas importantes, ha sido un triunfo del nacionalismo. Hablo de cosas como el Estado, los equilibrios territoriales, la integración, la nación española y su historia, del sistema de partidos vertebrados en torno a grandes consensos, de sociedad con fuertes vínculos, de solidaridad, de órganos constitucionales respetados, de buen derecho y de Constitución como marco de contornos definidos y no eternamente sujeta a interpretaciones más confusas que profundas, más ocurrentes que geniales. Hablo de cosas afectadas por el estatuto que importan a un buen gobernante, aunque dejen indiferente a un letrado competente.

Han pasado cosas, y hasta es probable que la inquietante tardanza de la sentencia tenga que ver con los esfuerzos del Gobierno para que, en sede jurisdiccional y en evitación de cosas peores, se corrijan excesos del estatuto. Pudiera suceder que el Gobierno tenga que dar las gracias a los alarmistas que lo recurrieron.