La Galicia oficial ofrece a día de hoy una imagen de cierto desbarajuste. Es como un país patas arriba, que transmite una inquietante sensación de caos y provisionalidad, consecuencia directa de un cambio de gobierno concebido como mucho más, como una especie de borrón y cuenta nueva. Observadores para nada sospechosos de hostilidad hacia los nuevos gobernantes advierten de que esta impresión de que todo está en cuestión no es buena ni para los ciudadanos, ni para los agentes económicos, en la medida en que añade incertidumbre a un escenario de crisis como el actual.

El concurso eólico, el sector acuícola, el urbanismo, la enseñanza o la normalización lingüística y hasta la estructura de la propia Administración autonómica, oposiciones incluidas, están sometidos a profundos procesos de revisión que tienen en ascuas a demasiada gente y condicionan las decisiones de futuro de muchas empresas que ahora mismo no saben a qué atenerse. Actuar así es lícito, amén de legítimo, máxime cuando se acaban de ganar unas elecciones por mayoría absoluta. Sin embargo, no deja de ser arriesgado y muy peligroso. A la larga, puede tener un coste que ahora mismo es aún imposible de estimar.

Inseguridad jurídica. He ahí la causa, pero a la vez también el efecto, de una situación indeseable que, siendo a veces imposible de evitar, conviene que nunca se prolongue demasiado en el tiempo precisamente por sus efectos adversos, hasta en ocasiones irreversibles. Y es que un marco legal discutible es incluso mejor que el vacío normativo, o un contexto como el actual en que un Gobierno tiene que aplicar, mientras no las cambie, normas que considera inapropiadas y que además entiende derogadas de facto por el veredicto de las urnas.

Tanto hacia adentro como de puertas afuera, Galicia no debe seguir pareciendo por mucho tiempo más un lugar donde todo está en revisión y nada es definitivo. Mal vamos si nos ponemos a replantear en profundidad determinados asuntos clave del funcionamiento del país, que son como las columnas maestras sobre las que fuimos levantando el edificio del autogobierno. A muchos de quienes ahora ocupan cargos relevantes en la actual Xunta, gente con escasa o nula experiencia política más allá de la gestión pura y dura, habrá que recordarles que no fue fácil llegar hasta aquí: contar con instituciones autonómicas propias es el resultado del trabajo de un par de generaciones de hombres con vocación de servicio público, que fueron capaces de superar, no sólo diferencias, sino antagonismos, en aras de un objetivo común. Jugar con eso es, como mínimo, imprudente.

La comunidad gallega gozó, desde el arranque de la autonomía hasta 2005, a la llegada del bipartito, de una estabilidad jurídico política -incluso con alternancias un tanto forzadas en el poder- que hay que recuperar cuanto antes. Éramos un claro punto de referencia para otros, que nos envidiaban el sosiego cívico y la tranquilidad social, sin graves conflictos de fondo, que se supone tenía mucho que ver con lo vertiginoso de nuestro crecimiento económico y con la acelerada modernización de aquel viejo y lejano país del Finisterre que, para muchos, aún hoy para muchos seguimos siendo. Paradógicamente, en este punto el auténtico avance sería volver atrás, a aquella Galicia si se quiere aburrida, en muchos ámbitos mejorable, pero segura.

A la vuelta de las vacaciones, a Alberto Núñez Feijóo le espera la imponente tarea de construir el entramado que precisa para ejecutar su proyecto político. No es un monarca. No puede limitarse a reinar, a decir lo que está bien y lo que está mal. Aunque la oposición no le acucie, tiene que empezar a gobernar de verdad. Y devolvernos cuanto antes la tranquilidad de saber que cada cosa está en su sitio y que hay un sitio para cada cosa.

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