Siempre me ha fascinado ese instante en el que las mujeres se quitan maquinalmente un pendiente para hablar por teléfono. O cuando apartan de la cara el pelo dándole un suave latigazo de heno a la melena. También me admira el delicado hilván de ese exquisito gesto femenino lento y tangencial con el que tantean de madrugada con dos dedos el cabalístico filo de la copa. No hay en la historia del cine una aparición más deslumbrante que la secuencia en la que Rita Hayworth levanta la cabeza y con una brusca sacudida del pelo descubre la luminosidad de su rostro frente al sorprendido Glenn Ford de Gilda. Siempre que la veo llego a la conclusión de que ese gesto es al mismo tiempo exuberante y sutil, una especie de delicada brusquedad, algo así como si una fina brisa femenina de Estée Lauder abriese la ventana con el rebufo de un portazo.

En un montaje fotográfico con música acabo de repasar en el ordenador el rostro de Hedy Lamar retratado en el esplendor de su belleza y encuentro que incluso hay movimiento en la luz varada sobre su rostro, en el cauterizado alabeo de esa pamela negra que le sombrea en cursiva las facciones a esa divina actriz vienesa a la que en alguna película mismo parece que le hubiesen cosido la ropa mientras su cuerpo se probaba en los brazos de Melvyn Douglas la elegante esgrima de un vals. Anoche vi en televisión por enésima vez Los sobornados y disfruté de nuevo con esa inquietante Debby Marsh que Gloria Grahame hizo tan suya como pudieran serlo su aliento, su conciencia o su piel. A raíz de que el perverso David Stone (Lee Marvin) le destroce el rostro quemándoselo con café hirviendo, a la protagonista le cambia el carácter, pero a pesar del vendaje que disimula los estragos mantiene intacta una feminidad a la vez tierna y vengativa, una mezcla de furia y abatimiento que le añade a su belleza el inusitado encanto de la vulnerabilidad. ¿Cómo harán las mujeres para que el espanto les produzca sensatez?

El del dolor contenido suele ser otro gesto femenino admirable. Y misterioso. Por más veces que haya visto Los sobornados, no acabo de estar seguro de si la quemadura del café lo que le produce a Gloria Grahame es tristeza, resentimiento o fotogenia. Es dudoso que algo así sea razonable, pero a mí se me ha metido en la cabeza que lo que de verdad teme la inquietante y dolida Debby Marsh es que la belleza diezmada de su rostro la aparte de los cambiantes y dulces avatares de la vida nocturna, la aleje de la estupefaciente lotería de las malas compañías y la devuelva a la cocina al lado de un tipo vulgar y rutinario que solo le sea de alguna ayuda para atarle con desgana el delantal a la espalda.

¡Dios Santo! ¡Los maquinales y coreográficos gestos de las mujeres! Se podría escribir muchas columnas como esta sobre la anátida y apasionante pantomima de la feminidad. De todos ellos, personalmente soy devoto admirador de ese instante en el que, no creyéndose observada, ella moja en los labios las puntas de dos dedos, se lleva la mano a la pierna y detiene con un bodoque de saliva la inesperada caligrafía de una carrera en las medias, convirtiendo en alta costura lo que podría haber sido un simple y prosaico gesto artesanal. Muchas veces he degustado ese momento. Y si bien no sabría describirlo como sin duda se merece, en cierto modo me conformo con la sensación de haber sentido alguna vez mi letra deslizándose a tientas entre el humo del cigarrillo, encaramada como una funda de vaho azul sobre la hidra desabrochada de esa bendita carrera en las medias.

jose.luis.alvite@telefonica.net