Sostiene una pieza judicial recién desvelada, que el partido conservador pagó con dinero negro como el carbón buena parte de sus gastos en Galicia durante años pasados. La época en la que esas trapacerías se produjeron coincide con el período en el que uno de los principales implicados en el famoso caso Gürtel ejerció el cargo de secretario de Organización del Partido Popular galaico, desde el que -al parecer- habría montado una doble contabilidad oculta a los ojos de Hacienda.

Gobernaba a la sazón este reino el monarca Don Manuel, quien ayer admitió que "había algo" lo bastante maloliente -a su juicio- como para que su partido "echase a patadas" al responsable de esos atípicos manejos financieros. Conocido por su estricto código personal en materia de costumbres, Fraga despachó el asunto con su habitual estilo directo: "A mí, que me registren".

No hay noticia de que los jueces del Gürtel planeen registro alguno de ese tipo, pero la cuestión es en realidad otra. Lo que aquí se ventila es el viejo y siempre aplazado problema de la financiación de los partidos que tanto trabajo viene dando a los magistrados desde el comienzo de la restauración de la democracia en España.

Si algo demuestra el último caso de presunta corrupción política es que ni siquiera la derecha tiene prejuicios raciales cuando de dinero negro se trata. Pero no es en modo alguno la excepción. Conservadores, progresistas y/o nacionalistas, todos los partidos parecen tener aquí un Plan B -basado en el dinero de clase B- para la financiación de sus campañas y demás gastos generales.

Llámense Gürtel, Filesa o Pretoria -por citar solo algunos casos sonados-, lo que toda esta nomenclatura de la corrupción sugiere es que las ideologías pintan más bien poco a la hora de meter la mano en la caja o esconder gastos al ojo fiscalizador de Hacienda. El único requisito previo que se exige a las gentes de moral distraída es el acceso al poder que da al que lo posee la facultad de otorgar favores a cambio de dinero fresco para mantener engrasada la maquinaria de los partidos.

Alrededor de este tráfico de influencias que tanto recuerda a ciertas organizaciones de Sicilia han florecido, como es natural, toda suerte de intermediarios con vocación de padrinos que aprovechan la circunstancia para hacerse una fortunita personal a base de comisiones. Ocurre que, al final, la línea que separa los intereses del partido de los personales suele ser lo bastante tenue como para que resulte casi imposible distinguirla. Y de poco vale entonces hacer grandes aspavientos bajo el pretexto de que nadie podía sospechar los manejos de esos golfos a quienes los partidos niegan más veces de las que Pedro porfió en desconocer a Cristo.

Puestos a echar balones fuera, los políticos de cualquier idea y condición bien podrían alegar que no hacen otra cosa que imitar ciertas costumbres de los votantes a quienes representan. Nadie ignora, desde luego, que una buena parte de la población aceptó -de grado o por fuerza- el pago de un porcentaje del precio de sus pisos en dinero negro durante la última era dorada del ladrillo, en la que España llegó a acumular el mayor número de billetes de 500 euros que circulaban por Europa. Si se contempla el problema desde este punto de vista, los políticos no habrían hecho otra cosa que adaptar a las finanzas de sus partidos los hábitos de la ciudadanía que los eligió.

Tal vez así se entienda que la corrupción preocupe a las gentes del común menos que el paro, la situación económica y otros asuntos de comer en el rango de inquietudes ciudadanas detectadas por las encuestas del CIS. Malo sería, en tal caso, que la fuerza de la costumbre nos hubiese hecho aceptar ya la sinvergonzonería como algo natural y hasta inherente a los negocios públicos. Pero al parecer eso es lo que hay cuando, gobierne quien gobierne, manda el Partido del Dinero.

anxel@arrakis.es