Cuando todavía miles de voluntarios se afanaban limpiando la costa del chapapote del Prestige, varios colectivos y algunos personajes de la vida pública gallega pusieron en marcha una campaña para exculpar al capitán del petrolero, Apostolos Mangouras, y derivar el grueso de las responsabilidades en la catástrofe al entonces director general de la Marina Mercante, José Luis López Sors, y al resto de los cargos públicos del Gobierno de Aznar y de la Xunta de Fraga que tomaron la polémica decisión de enviar el barco al quinto pino.

Mangouras fue presentado como una víctima más de la catástrofe y como una suerte de chivo expiatorio. Hasta se le propuso para algo similar a un oscar naval, por su valiente actuación en la horas claves del accidente, y se organizó en Barcelona una cena en su honor a modo de desagravio por el trato que le dispensaron las autoridades judiciales. El marino griego fue detenido nada más ser evacuado del buque. Su imagen, la de un anciano decrépito e indefenso, escoltado por efectivos policiales, recorrió el mundo entero. Nada parecido a un lobo de mar y mucho menos a un villano, más bien invitaba a la conmiseración.

Mal que le pese a sus defensores, la instrucción llevada a cabo por el Juzgado de Corcubión fue desmontando, paso a paso, los argumentos de quienes pretendían hacer del capitán del Prestige un héroe de la marina civil. Ahora, el escrito acusatorio del fiscal pide para Mangouras un total de doce años de prisión por un delito contra el medio ambiente y por daños a un espacio natural protegido. En síntesis, se le responsabiliza personalmente de las pésimas condiciones en que navegaba el petrolero y que le convertían en una auténtica chatarra flotante. Iba sobrecargado, tenía carencias y daños estructurales y su mantenimiento era deficiente, algo a lo que el capitán no podía en modo alguno ser ajeno. El acusador público viene a sostener que fue una temeridad pretender que un barco en esas condiciones navegara en medio de un fuerte temporal, en lugar de buscar abrigo en un puerto refugio hasta que el mar y los elementos recuperasen la calma. Mantiene también que inicialmente Mangouras hizo caso omiso de las órdenes que recibía de las autoridades marítimas para que el buque fuera remolcado y no permitió ser auxiliado hasta que la situación llegó al nivel más crítico.

Es lo cierto que al final sí accedió a cumplir órdenes, pero en el momento aquello no tenía arreglo, cuando la situación era irreversible y la marea negra alcanzaba las costas galaicas. De ahí el calado de la acusación, que entiende que el marino tenía la opción de inmovilizar el barco para evitar riesgos o simplemente negarse a comandarlo en esa condiciones; por su experiencia sabía de sobra lo que podía pasar y acabó pasando.

Naturalmente, nadie puede pretender cargar sobre las espaldas del anciano Mangouras toda y ni siquiera la mayor parte de la responsabilidad del más grave desastre medioambiental de la reciente historia de España. Sería injusto. Porque detrás está todo el entramado de un negocio sucio, una auténtica mafia del transporte marítimo. Pero sería un sinsentido que el bueno de Apostolos se fuera de rositas y en cambio resultasen condenados quienes, en defensa del interés general, tomaron las decisiones que creyeron más acertadas para minimizar un mal, la contaminación por hidrocarburo, que era de todo punto inevitable. Y sólo faltaba que, por condenar a cargos públicos, fuera el Estado español el que pagase los platos rotos, con el dinero de todos, incluidos los directamente damnificados por el desastre. Eso sí que sería el colmo.

fernandomacias@terra.es