Si hiciese un repaso de mi vida tendría unas cuantas cosas por las que alegrarme y muchas otras de las que arrepentirme. También podría decir que ni disfruté plenamente de las cosas buenas, ni creo haberme resentido demasiado de las que por algún motivo me hicieron daño. Siempre supe que todo era relativo, de modo que ni los premios ni los castigos me hicieron demasiado efecto, entre otras razones, porque soy tan intenso para iniciar una obra, como a continuación lo soy para desistir de ella. He sido toda mi vida como un cazador que se felicita tanto por la suerte de haber encañonado la pieza, como por el placer de fallar adrede el disparo. No puedo quejarme de mi vida sentimental, llena de agradables recuerdos y de interesantes incidencias, y tampoco de cómo ha discurrido mi vida profesional, puesto que ni resistiéndome al éxito he sido capaz de fracasar, pero la verdad es que mi existencia ha sido como la del viajero que recorre los vagones de un tren a sabiendas de que las novedades más apasionantes se desvanecerán a medida que por la sucesión de estaciones se vaya renovando el aire, la luz y el pasaje. He tenido ataduras, como todo el mundo, pero me he ido librando de ellas gracias a haber sustituido la lealtad por la desidia, que no digo que sea algo bueno, ni decente, pero que a mí me ha servido para tener a menudo la sensación de que a medida que se repiten las emociones del largo viaje de vivir, no cabe descartar que lo más interesante sea entonces la posibilidad de encontrar el verdadero placer en el instante mismo del descarrilamiento. Aunque mi interesada cobardía me impidiese decírselo, mis parejas siempre han sabido que lo único que podían conseguir a mi lado sería malograr sus sueños, perjudicar su reputación y labrarse un pasado. Nunca fui constante en el amor y siempre creí que la felicidad ha malogrado más parejas que el odio, puesto que conduce sin remedio a una rutina litúrgica que acaba por echarlo todo a perder. Por eso donde verdaderamente he dado la talla no ha sido en conseguir con esfuerzo el afecto de las mujeres, sino en la minuciosa destrucción de lo que me uniese a ellas. En algunos casos reconozco haber causado dolor, pero otras veces a ellas no les ha importado reconocer que fue la belleza de nuestra ruptura lo que hizo inolvidable aquella historia, igual que de algunos edificios que amenazan ruina lo que verdaderamente resulta inolvidable es el espectáculo de su voladura.

Que yo sepa, ninguna mujer me guarda rencor. Sufrieron por mi culpa y sin embargo conservo intacta su amistad. Es como si supiesen que en el fondo les hubiese hecho daño por su bien. Además, ellas saben que si una noche se fueron con tristeza y para siempre de mi mano de acariciar, fue porque les esperaba hasta la muerte un sitio a su nombre en mi mano de escribir. Vaya para todas esas mujeres mi gratitud y mi recuerdo. Sé que no fui lo mejor que les ocurrió en sus vidas y que no contaban con la herida que en absoluto se merecían, pero estoy seguro de que también saben que no miento en absoluto si les digo que de no haber sido por ellas, mis frases jamás resultarían tan sinceras como si las hubiese escrito en la escarcha de sus labios mientras dormían. Al fin y al cabo, la rutina de vivir se remedia a menudo con un dolor, igual que en algunas tiendas solo resulta interesante la pedrada que tanto llama la atención en la luna del escaparate. También supongo que si mis parejas me recuerdan con cariño será porque solo quise hacerles daño con el pinchazo de la anestesia.

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