Aunque la crisis ha dado un buen tajo a casi cualquier presupuesto familiar, los veraneantes más o menos fijos que tienen la amabilidad de visitarnos estos días no suelen abandonar Galicia sin cumplir antes con el ritual de la mariscada. Su paladar se lo agradecerá, sin duda; pero acaso ignoren que también su salud podría obtener algún beneficio.

Las propiedades saludables de la centolla, la nécora y demás miembros de la sabrosa división acorazada de las rías fueron reveladas hace ya años por el doctor Aniceto Charro, un compostelano residente en Madrid que viene defendiendo con gran tino y ardor las bondades de la dieta atlántica. Quiere decirse que las mariscadas no sólo están muy buenas, sino que además ejercen óptimos efectos sobre el organismo de sus felices consumidores.

Especialista en nutrición y demás golosos asuntos endocrinos, Charro ensalza desde hace años la dieta gallega que se sustenta, como es sabido, sobre un alto consumo de pescados, mariscos y frutos del mar en general. La fauna marina pasada por la sartén -o por la olla- y acompañada, a ser posible, por un frutal albariño, constituye un manjar olímpico, pero no sólo eso. También evita la formación de michelines de grasa superflua, protege el corazón contra el infarto y retrasa la llegada de la embolia, a tal punto que el tan mentado especialista compara sus efectos con los de la aspirina. Y sin necesidad de pasar por la farmacia.

Ahora se entiende que la población gallega sea una de las más ancianas de la Península y que los tataranietos de Breogán disfruten por término medio de una longevidad que, ingenuamente, atribuíamos a la genética y al sosegado ritmo de vida del país. Muy al contrario, los últimos estudios de los expertos en cuestiones digestivas sugieren que la dieta masiva de pescado y nécoras es la clave -principal, y acaso única- de que Galicia tenga la más alta cifra relativa de pensionistas de entre todos los reinos peninsulares.

Mejor aún que todo eso, los informes científicos desmontan el viejo mito de productor de colesterol con el que cargaba -para su desgracia- el marisco gallego. Las centollas y demás bichos blindados por la concha contienen, en realidad, unas sustancias llamadas esteroles que -cualquier cosa que sea eso- sirven de eficacísimo escudo protector contra los ataques del colesterol a las arterias.

Además de ser un factor cardiosaludable, el pescado y el marisco constituyen toda una metáfora de la globalización que los gallegos llevan practicando desde muchos años antes de que se inventase semejante palabro. Galicia se ha convertido en un mercado marisquero global donde cualquiera puede organizarse una multinacional tabla de moluscos sin más trámite que ir al mercado en el que conviven armoniosamente las nécoras importadas de Escocia, las almejas de Túnez, las centollas de Francia y hasta los percebes de Marruecos.

Lo único malo del asunto es que el marisco de las rías -único que se aprecia por aquí- suele tener efectos letales sobre el bolsillo del consumidor en la misma medida que benéficos para su paladar y su estado general de salud. Retrucará el amable lector que más vale gastarse los cuartos en la despensa que en la botica, y razón no le falta. Aun así, la única contraindicación de la dieta atlántica gallega a la hora de competir con la mediterránea -basada en el aceite y las verduras- es, precisamente, su elevado coste de mantenimiento.

Pero en fin: ya metidos en cuestiones médico-gastronómicas, quizá no resultase exagerado sugerir la posibilidad de que las autoridades sanitarias del Reino subvencionen el consumo de marisco y merluza del pincho, una vez constatados por la ciencia sus incontestables beneficios para la salud de la población. Ya se sabe que más vale invertir un euro en prevención que cien en hospitales, y ahí se abre una interesante vía de ahorro para los presupuestos del Sergas. Tan necesario en estos tiempos de crisis.