Opinión | al azar

Matias Vallés

La autoconfianza ciega de Zapatero

El Rey no corrigió a Zapatero. El presidente del Gobierno que compareció imperturbable ante los periodistas, tras el despacho de Marivent, rebosaba la autoconfianza ciega mediante la que en 2004 desarboló la desconfianza ciega del aznarismo. En su cosmovisión, todo acaba encajando, todavía cree que le preguntan sobre la duración de la configuración actual de su ejecutivo, cuando el interrogante se cierne sobre la fecha de caducidad de su propia experiencia presidencial.

Zapatero plantea el dilema sobre si se debería encomendar el Gobierno a personas demasiado felices, o a quienes la vida ha sonreído con inhabitual generosidad. El exultante entorno de Marivent afianzaba la convicción del primer ministro, que habita el mejor de los mundos. El palacio ofrecía un entorno cosmopolita, que degradó con las trifulcas de Tomás Gómez y Trinidad Jiménez. Ambos insisten en que encarnan idénticos valores, por lo que sólo pugnan por el oropel de un cargo.

Aznar era jactancioso porque no se creía lo que decía, Zapatero es jactancioso porque el error no figura en su repertorio emocional. Sin embargo, sus enemigos subestiman su capacidad para contagiar de optimismo a los seres más racionales. Enhebra una oda enternecedora a las primarias, hasta que el oyente repara en que el remedio fratricida le fue impuesto por un subalterno regional. Hasta la fecha, sólo Rajoy sufría desaires semejantes de sus subordinados.

Si las primarias simbolizan el "carácter profundamente democrático" del PSOE, entonces Zapatero hizo lo posible por violentarlo. A continuación, demanda complicidad silenciosa sobre el carácter alocado de los contendientes primarios. Rechaza la hipótesis de cambios en el gabinete, cuando la mitad de sus integrantes saldrán catapultados a listas locales y regionales. Ni rectificación ni disculpa. Habrá más despachos regios, pero siempre el mismo Zapatero.

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