Opinión | crónicas galantes
Ánxel Vence
La tele no es cosa de gallegos
Constatan un año más los contables de la Sociedad General de Autores que Galicia es el reino peninsular donde menos tiempo pierde la gente en ver la tele. Aunque tres horas y trece minutos diarios no parezcan pocos, lo cierto es que los vecinos de este país consumimos media hora menos de televisión que el resto de España y le ganamos casi una hora de ocio para otros asuntos a los extremeños y andaluces, que al parecer baten el récord de enganche a la pantallita.
El dato no deja de resultar desconcertante. Lo lógico en un lugar como éste en el que el clima desapacible invita a quedarse en casa y las horas de luz no abundan, sería que los gallegos se acogiesen al fácil refugio del televisor: esa abuela electrónica que no para de contar cuentos a la gente en las salitas de estar.
En un país más bien anciano como el nuestro, donde el número de pensionistas supera ya al de trabajadores en muchos municipios del interior, parecería natural que los vecinos viviesen colgados de la tele; pero ya se ve que no. Las fatigosas estadísticas de la SGAE siguen certificando año tras año -y ya van unos pocos- que la tele no nos dice a los gallegos ni fu, ni fa. De manera tan contumaz como sorprendente, los habitantes de este viejo reino no paran de darle la espalda a ese aparato que escupe imágenes de Belén Esteban, Mila Santana y otras gentes notables por su erudición.
Algo raro está sucediendo aquí. Baste advertir que la televisión es, con gran diferencia, el principal medio de recreo para las gentes de todo el planeta sin distinción de edades, sexos o creencias religiosas. Tan abusiva llegó a ser la omnipresencia del aparato en los comedores y salas de estar del mundo entero que una organización -americana, por supuesto- promovió años atrás una especie de huelga de espectadores de una semana de duración.
Bajo el atrayente lema: Apaga la tele y enciende la vida, aquella logia universal de enemigos de los rayos catódicos llamó al pueblo a desconectarse del cordón umbilical que los unía -y sigue uniendo- a la casa desde la que el profesor Jordi González y la doctora Esteban imparten doctrina. Argüían los miembros de TV TurnOff Network, impulsores de aquel singular paro de televidentes, que la televisión engorda, disuade de la lectura, atonta a los niños y embrutece a la familia. Sobra decir que, pese a tan excelentes razonamientos, el éxito de la iniciativa fue más bien limitado.
Verdad es que no todos están de acuerdo con esta visión francamente negativa de la tele. Groucho Marx, por ejemplo, solía ensalzar las virtudes pedagógicas del medio citando su experiencia personal. "Cuando alguien enciende la televisión en mi casa", explicaba el cómico, "yo me voy inmediatamente al cuarto de al lado a leer un buen libro". Decía Marx que así fue cómo adquirió su no pequeña cultura.
En la misma línea, el filósofo Gustavo Bueno ha encarecido también los valores igualitarios y democráticos de la llamada telebasura. Basándose en un programa de tan multitudinario éxito como Gran Hermano, Bueno advertía que los políticos "comprobaron que varios jóvenes metidos en una casa y sin hacer nada eran seguidos por millones de personas. Y entonces se dijeron: "igual que nosotros".
Ninguna de estas prédicas a favor o en contra de la tele parecen haber interesado gran cosa en Galicia. Extravagantes como somos en tantos aspectos, los gallegos seguimos ocupando un año sí y otro también el último lugar entre todos los reinos autónomos de España por la cuota diaria de televisión que nos echamos a los ojos.
Ni la lluvia, ni el frío, ni la avanzada edad consiguen que nos sentemos como está mandado frente a la pequeña pantalla en la que tantos viven virtualmente su existencia. Lástima que tampoco aprovechemos la ocasión, como Marx, para leer un buen libro.
anxel@arrakis.es
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