Opinión | inventario de perplejidades
José Manuel Ponte
En la piel de Belmonte
Entre las lecturas, y las relecturas, del verano he vuelto a entretener mi ocio con un libro de Manuel Chaves Nogales. Juan Belmonte, matador de toros, que es, para muchos, una de las mejores biografías que se ha escrito en el idioma español. Hasta tal punto se produce una identidad entre biógrafo y biografiado que cualquiera que lea el libro sin estar advertido de esa circunstancia creería que es el propio torero el que lo redacta, dada la naturalidad con que se describen los sentimientos y las vivencias. Tal parece que el autor se ha metido dentro de la piel (como ahora se dice) del torero y ve el mundo a través de sus ojos. Yo había prestado -y perdido, naturalmente- el primitivo ejemplar que tenía, pero ahora, gracias a una oportuna reedición por Libros del asteroide, pude rescatarlo para mi biblioteca y lo he puesto allí en compañía de los imprescindibles manuales de Paquiro y de Pepe Hillo, los tomos de el Cossío, otros textos de Corrochano, Díaz-Cañabate, Bergamín, los dos Ortegas (el filósofo y el torero toledano), el inglés Walter Thompson, el norteamericano Hemingway y muchos más que no cito para que no parezca que soy miembro destacado de una peña taurina. He de reconocerlo. Hubo un tiempo, ya lejano, en que me gustaron bastante los toros y los seguía con interés, aun reconociendo que es un espectáculo bárbaro. El escritor y periodista catalán Josep Pla describe esa fascinación incomprensible mucho mejor que yo. "Voy muy poco a las corridas de toros -dijo-. Es un espectáculo que no me gusta porque me descubre de forma demasiado brutal el fondo psicológico que llevo dentro. Y he constatado que lo mismo que me ocurre a mí le ocurre a mucha gente. Los dos primeros toros me dan miedo: la bestia, magnífica, los caballos, los hombres me producen un verdadero dolor físico. La sangre me apena. Si cogen a un hombre tengo que volver la vista. Luego, la sensibilidad se va volviendo cada vez más espesa hasta desaparecer por completo. Al fin, siento que vería morir a un amigo en la plaza y que su muerte me dejaría frío. Esta reserva de insensibilidad que siento en mi interior me asusta y me horroriza. Creo, además, que la dureza del pueblo castellano (Keyserling ha observado que es un pueblo que nunca ha pedido clemencia, ni la ha dado nunca) se conserva y se cultiva gracias a la fiesta nacional". Es curioso, pero una percepción parecida sobre el comportamiento del público en la plaza la tiene también Belmonte, que vivía de eso. El famoso torero de Triana llegó a detestar su popularidad y el agobio de la gente que lo vitoreaba, aunque no dudó nunca en vaciarse para complacerla. "Cuando un hombre es tan popular como lo fui yo, entonces se debe a su popularidad. Todo lo suyo es un poco también de los demás, incluida su intimidad, sus afectos y desde luego su dinero". No hay explicación más sencilla de por qué un matador debe ser rumboso. Hay, en el libro, anécdotas muy divertidas, momentos emocionantes y reflexiones muy serias sobre la peripecia humana. En una ocasión, Belmonte cuenta la costumbre que tenían los toreros españoles que hacían la temporada americana de traerse a su vuelta unos loros para regalar a los amigos y admiradores. Él desembarcó en el puerto de A Coruña con muchos ejemplares de esos pájaros, pero ninguno habló después, porque los loros son muy caprichosos y algo debió de molestarles durante el viaje.
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