Opinión | crónicas galantes
Ánxel Vence
Beber y quemar, todo es empezar
Conjeturaba esos días de ahí atrás un sospechoso de pegarle candela al monte que la costumbre de quemar bosques es en realidad un vicio comparable al de la bebida. No lo decía por propia experiencia, ya que los jueces le han dejado en libertad; pero aun así hay que admitir que la analogía está muy bien traída al caso. Empieza uno despachando unas cuantas hectáreas de arbolado y, ya metido en la pendiente del vicio, acaba por despacharse en la taberna un par de botellas de coñac. O viceversa.
No es de extrañar si se tiene en cuenta que fue en Galicia donde se inventó la queimada: esa exhortación a los seres de ultratumba con la que se honran en un solo acto dos de las grandes pasiones de este país, a saber: el aguardiente y el fuego. Ciertamente, el vicio de la botella tiene mucho menos peligro que el de ponerle lumbre al monte en un lugar tan boscoso como Galicia; pero, daños aparte, lo que queda claro es que el vicio nos consume a las gentes (y a los árboles) de por aquí. Beber y quemar, todo es empezar.
Además de novedosa, la teoría del vicio como causa principal de los incendios parece mucho más razonable que otras reiteradamente expuestas en los últimos años. La de las "tramas incendiarias" a sueldo de la oposición fue desmentida por la Fiscalía e incluso por la realidad: y tampoco prosperaron gran cosa las hipótesis que atribuían el fuego a los compradores de madera, a los viñateros, a algunos bomberos despechados y/o a los terroristas. Mucho más simple que todas esas alambicadas elucubraciones, la tesis del vicio se abre ahora paso y, cuando menos, habría que considerarla.
Sabido es que el catálogo de vicios resulta prácticamente inabarcable. Aquí en Galicia goza de gran tradición, por ejemplo, el de los llamados "encamadiños" que un buen día deciden meterse en el lecho y ya no lo abandonan -si es que lo hacen- hasta pasados veinte o treinta años. A otros les da por hablar con las puertas en ameno monólogo y hasta existe gente que disfruta viendo crecer la hierba; pero ninguno de esos vicios está tan extendido como el de darle yesca al monte.
Dicen los psiquiatras y otras gentes versadas en el asunto que los pirómanos -o maniáticos del fuego- encuentran un gran alivio al provocar una combustión y recrearse en sus efectos, aunque también advierten que este disturbio mental es más bien raro. Acaso no les falte razón, si se tiene en cuenta que el censo de incendiarios de Galicia asciende a no más de dos o tres centenares de viciosos de las llamas, según los cálculos de la autoridad competente. Verdad es que el número de detenidos durante los últimos años excede con mucho esa cifra, pero también pudiera ocurrir que sean más o menos los mismos, entrando y saliendo de la cárcel cada cierto tiempo.
Bastan, no obstante, doscientos o trescientos émulos de Nerón para traer en jaque al no pequeño ejército encargado de combatir al fuego en Galicia. Es natural. Si aquí arden con mayor frecuencia las fragas que en el resto de la Península, algo tendrá que ver tal vez con ello la existencia de mucha materia combustible para alimentar los incendios: grandes masas forestales, bosques, arboledas, pinares, vastas plantaciones de eucaliptos. Tocamos más o menos a seiscientos árboles por galaico y esa es mucha madera.
A diferencia del Sahara, donde los incendios forestales serían una extravagancia, en Galicia hay árboles suficientes para calmar la avidez de fuego de los pirómanos cuando el sol aprieta y la fuerza del viento arrecia. Ése es -aunque ya lo intuíamos- el motivo de fondo. En cuanto a la causa, ahora hemos venido a saber que probablemente radique en el vicio de quemar los montes que afecta a los incendiarios, tan colgados de las llamas como los bebedores lo están de las botellas. Mala noticia. Con lo difícil que resulta erradicar los vicios, a los gallegos nos queda aún mucho incendio por delante. Como para darse a la bebida.
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