Opinión | inventario de perplejidades
José Manuel Ponte
Enseñar músculo en África
El mismo día en que el ministro del Interior, señor Rubalcaba, zanjaba en Rabat con el rey de Marruecos la llamada crisis fronteriza de Melilla, eran liberados los cooperantes catalanes secuestrados en Mauritania hace nueve meses por un organización vinculada supuestamente a Al Qaeda, ese ente misterioso y ubicuo al que se le atribuyen maldades sin cuento. El Gobierno no ha explicado -y seguramente no tiene por qué hacerlo- los tejemanejes que han llevado a este final feliz. En el primer caso, nadie, excepto el PP, se lo ha demandado y en el segundo, todos los partidos están de acuerdo en la forma en que se han realizado las gestiones que condujeron a la liberación, incluidos aquellos que no se cansan de proclamar que con los terroristas no se negocia. Estamos cansados -por no decir hartos- de que los partidos políticos utilicen asuntos de interés general para desgastar (así lo dicen) a sus oponentes en el gobierno del Estado cuando es obvio que si ellos se viesen en la tesitura de resolver el problema harían más o menos lo mismo que aquellos a quienes critican. En el caso de los cooperantes catalanes secuestrados, hubo un momento de grave incertidumbre sobre su suerte cuando el gobierno de París y el de Nuakchot emprendieron una acción armada contra el mismo grupo, que mantenía retenido a un rehén francés. Ocho integrantes del mismo resultaron muertos y, como represalia, el rehén fue decapitado. Se temía que los cooperantes españoles pudieran seguir la misma suerte pero la amenaza se sorteó hábilmente y se pudo llegar a este final feliz, que incluye por supuesto el pago de un rescate en cantidad no conocida por el momento, aunque los partidos pueden tener ocasión de informarse en la Comisión de Secretos Oficiales. El distinto método de solución del problema escogido por los gobiernos de Francia y de España -y sobre todo su resultado final- pone de manifiesto que la opción de firmeza a todo trance que proponen algunos no es siempre la más eficaz. Y a esa misma conclusión hay que llegar en el caso del conflicto fronterizo de Melilla, en el que el PP apostaba -de palabra al menos- por una respuesta contundente contra el Gobierno de Marruecos. Hasta dónde debería llegar la contundencia no nos fue explicado, pero no es de creer que se refiriesen a una acción armada ni a un boicot comercial. España tiene muchos intereses económicos en Marruecos y no parecería lógico que los pusiera en peligro por un problema menor y, como se ha visto, perfectamente solucionable mediante el diálogo. Por otra parte, a nadie se le escapa que tanto Marruecos como España están bajo la esfera de influencia militar de Estados Unidos, que nunca permitirá que la sangre llegue al río, aunque mueva a conveniencia los hilos de los muñecos a ambos lados del Mediterráneo. Bien es sabido que fue Washington quien alentó a Rabat para que, aprovechando la agonía de Franco, organizase la "marcha verde" para ocupar el Sahara, entonces una provincia española. Con todo y eso, el incidente más chusco de la llamada crisis fue la presencia de don José María Aznar en la frontera de Melilla. Los estrategas de FAES debieron pensar que había que enseñar músculo (como hacen las grandes potencias) y nadie mejor que un hombre que hace dos mil quinientos abdominales diarios para la demostración. La derecha española, desde Franco, no se ha curado del síndrome africanista. Lo vimos en la heroica acción de Perejil. Y ahora, otra vez, en Melilla.
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