Opinión | crónicas galantes

Ánxel Vence

Heridas del Sahara

Un grupo de ciudadanos españoles acaba de recibir una buena tunda de la policía marroquí por manifestarse a favor de la independencia del Sahara en El Aaiún, que hoy es dominio del rey Mohamed aunque hace treinta y cinco años fuese una provincia española como casi cualquier otra. En realidad, la herida del Sahara es mucho más antigua y lacerante que estas últimas magulladuras.

La llaga se abrió allá por el año 1975, cuando el vacío de poder originado por la agonía del dictador Franco inspiró a Hassan II -padre del actual monarca- la idea de anexionarse el Sahara mediante una Marcha verde que sólo tenía de lírico el nombre. Unos trescientos mil civiles con el respaldo de 30.000 soldados peregrinaron bajo las órdenes del rey hacia la colonia/provincia española con el propósito de crear una situación límite: y lo cierto es que la estrategia funcionó. La tensión en la frontera duró apenas unos pocos días antes de que España acordase la cesión de dos tercios del Sahara a Marruecos y el tercio restante a Mauritania, país que tampoco tardaría en renunciar a su parte del despojo.

La que un día fuera provincia española del Sahara pasó a serlo así de Marruecos; y con ella cambiaron también de nacionalidad -sin ser consultados- los 32.519 saharauis que hasta ese momento disfrutaban de carné de identidad emitido por el Gobierno de Madrid. Las promesas de independencia que les había hecho la anterior potencia administradora del territorio se desvanecieron en el viento, a la vez que comenzaba a evaporarse el crédito internacional del Estado español.

A los manifestantes ahora vapuleados por los guardias de Mohamed se les tacha de activistas -o agitadores, o amotina-dos-, pero lo cierto es que no hacían otra cosa que exigir el cumplimiento de la oferta formulada en su día por España a los saharianos. Y, ya de paso, la ejecución de algunas de las resoluciones emitidas por la ONU en las que este tan alto como inoperante organismo internacional estableció durante los últimos años el derecho de los habitantes del Sahara a la "libre determinación" y, en su caso, a la independencia.

No son, desde luego, los primeros que se arriesgan a contrariar la opinión del rey marroquí y acaso también la de los gobiernos españoles, generalmente incómodos con este asunto. Hace ahora cinco años, una embajada de parlamentarios y políticos gallegos planeó sin éxito un viaje al Sahara para comprobar sobre el terreno el trato que el régimen marroquí daba a los vecinos de la antigua colonia española con estatus de provincia. Los promotores de la expedición fracasaron en su propósito de que algún representante del Gobierno se sumara al viaje -salvo a título personal-, aunque finalmente las autoridades marroquíes les impidieron a todos bajar del avión que les había llevado hasta El Aaiún. Visto lo que ha sucedido ahora, tal vez ese desenlace fuese el mejor en la medida que les evitó entrar en tratos y contusiones con la policía del país magrebí. Es natural, si bien se mira. La política africanista y a menudo antisemita del general Franco ha tenido una inesperada continuación en la mayoría de los gobiernos que siguieron al agotamiento -que no caída- de la dictadura. La retórica de la tradicional hermandad con las teocracias árabes sigue formando hoy parte del manual español de Asuntos Exteriores en este Estado vagamente judeófobo que aún tardaría una década en establecer relaciones con Israel tras la muerte del Caudillo.

Es esa política internacional, plenamente en vigor, la que veda cualquier riesgo de irritar al monarca del vecino reino alauita: y menos aún cuando se trata de una cuestión de por sí delicada como la del Sahara Occidental en la que tantos y tan diversos intereses confluyen. Los españoles de bien se curan esa vergüenza histórica trayendo a los niños saharauis de veraneo. Son la postilla de una herida que nadie quiere recordar.

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