El no nos representáis del 15-M no se dirigía solo a los políticos sino también a los sindicatos. Ambas categorías de organización se identificaron como extrañas a la espontaneidad de la ciudadanía indignada. Las direcciones de unas y otras se muestran perplejas y desconcertadas. "¿Cómo van a pasar del dicho al hecho sin nosotros?", protestan. Y como los padres de las películas americanas, se preguntan: "¿Qué hicimos mal?". Pero tal vez la respuesta se podría encontrar en otra pregunta: ¿De qué viven los partidos políticos y los sindicatos españoles? ¿De las cuotas de sus afiliados, o de los presupuestos del Estado?

Los partidos tienen afiliados, y los dos mayores cuentan con algunos cientos de miles, pero no constituyen su mayor fuente de ingresos. Para llegar a fin de mes cuentan ante todo con las donaciones de benefactores, generalmente movidos por algún interés, y con las subvenciones del Estado, vinculadas al éxito electoral (y que por tanto tienden a perpetuar el cuadro). Añadamos que muchas administraciones contratan asesores que dedican su tiempo a trabajar para los partidos. Sumemos la extendida práctica de solicitar a electos y altos cargos la dádiva de una parte del sueldo público que su carnet les ha proporcionado. Todo ello sin entrar en los casos de financiación ilegal.

También los sindicatos tienen afiliados, pero no llegan a uno de cada cinco trabajadores asalariados, aunque sus actuaciones beneficien a casi todos. La administración central les financia de forma directa e indirecta con varias vías de subvención, pero además cuentan con la figura del liberado a cargo del empleador. Los 180.000 empleados del autogobierno de Madrid daban pie, gracias a los acuerdos con los sindicatos, a 3.500 liberados. Esperanza Aguirre ha echado mano a la excepción por crisis para reducir el número hasta 1.900. No es ningún secreto que una parte de ellos hace funcionar los aparatos de las centrales.

De esta manera, para la mayoría, la representación política y la sindical son algo que llueve del cielo, ya que sin pagar ninguna cuota gozamos de sus beneficios. Afiliarse no se ve como una conveniencia colectiva sino como una afición prescindible, minoritaria e ideológica, en el mejor de los casos, o un deseo de medrar en los cargos públicos, en el peor. En el origen de este cuadro encontramos decisiones de la transición, cuando instituciones tan necesarias para la tierna democracia se conectaron, para fortalecerlas, al respirador de los presupuestos del estado. Pero lo que debía ser provisional devino permanente, y el resultado ha sido inhibir la respiración espontánea.

Si las cuotas fueran su principal alimento, y conseguir una gran afiliación constituyera una necesidad, tal vez los partidos abandonarían sus prácticas jerárquicas de cerrazón y opacidad y se abrirían de forma elástica al debate con los simpatizantes y con la ciudadanía inquieta en general. Y si los asalariados en su conjunto se hallaran ante el dilema de afiliarse o quedarse sin sindicatos que los defiendan, tal vez abandonarían la pasividad en la que han podido vivir todos estos años. Quizás entonces no se cuestionaría tanto la representatividad de unos y otros, y los ciudadanos nos sentiríamos algo más dueños de nuestro destino.