La ciencia no sirve sólo para descubrir nuevos horizontes; se las arregla muy bien a la hora de poner en evidencia los más antiguos, relacionados muy a menudo con la estupidez humana. Así fue en el Renacimiento, con la postura cerril de la jerarquía vaticana respecto de Galileo -que tanto han lamentado los sucesores de aquella cerril inquisición-. Con Darwin pasó y, por desgracia, sigue pasando tres cuartas partes de lo mismo: la negativa a enfrentarse con las evidencias lleva a sostener ideas no ya caducas sino, con arreglo a lo que es ya de conocimiento público, absurdas. Cabe entender las razones de tanto desatino que no son otras que la de querer pasar por la escala personal lo que pertenece a ámbitos universales. Sostener que la Tierra es plana puede ser comprensible siempre que limitemos el horizonte al del vecindario, no queramos entender por qué la luna queda bajo un disco de sombras a medida que avanzan las noches y nos olvidemos de lo que implica, cuando se navega mar adentro, el hecho de que los mástiles se vean muy bien cuando el casco del barco que se acerca permanece aún escondido. Imaginar que las especies son inmutables y eternas tiene sentido si limitamos el tiempo al de la vida humana. Pero hasta ahora resultaba difícil encontrar estupideces relacionadas con la interpretación física acerca de los componentes profundos de la materia. Más allá de Newton y sus leyes acerca de la gravitación universal, comprobables cada vez que tropezamos, es difícil transformar en intuición personal las ecuaciones diferenciales.

El hallazgo por parte de científicos del CERN de una posible grieta en la Teoría General de la relatividad de Einstein ha abierto la puerta, gracias al estallido mediático, a que la estupidez encuentre terreno fértil. Pocas conclusiones propias de una charla de café pueden sacarse de la existencia de partículas que viajan a más velocidad que la luz, si es que lo hacen, pero la ministra italiana de Instrucción, Universidad e Investigación del gobierno del caballero Berlusconi, Mariaestella Gelmini, ha logrado la hazaña. Incapaz de entender no ya cómo se mueve un neutrino sino siquiera lo que es, la señora ministra imaginó que, para lanzar el haz desde Ginebra, Suiza, a Opera, Italia, se había construido un túnel de más de 700 kilómetros de largo. Y con un gesto propio de todo ministro que se precie en serlo, la señora Gelmini se colgó la medalla de haber contribuido con fondos italianos a la obra gigantesca. No sé de dónde sacaría la responsable de instruir al pueblo italiano la cifra de 45 millones de euros que nos dio; si hizo un cálculo a bote pronto de lo que cuesta un túnel, se quedó corta de forma espectacular.

No nos alegremos de las desdichas ajenas, habida cuenta de que nuestra propia ministra de lo mismo ha dado a los cocineros vascos muchos millones de euros procedentes del ministerio que se supone que ha de proteger la ciencia española. Estamos en lo mismo: los que saben, saben. Y los que no, pues igual terminan en un ministerio en el que la estupidez se les nota demasiado.