Paredes limpias: pueblo mudo", proclamaba desde el ingenio anónimo una de las muchas pintadas con las que se escribió en la calle y sobre la marcha la historia del Mayo del 68 en París. Si los revolucionarios de entonces (y eurodiputados de hoy) confirieron de ese modo una cierta nobleza literaria a las tapias, son ahora los grafiteros quienes se encargan de dar valor añadido y a menudo artístico a los muros convertidos en medio de comunicación.

Hay quien valora a los virtuosos del spray y quien, por el contrario, opina que el acto de emborronar las paredes no es sino mero vandalismo. A los dos bandos ha venido a darles imparcialmente la razón, en cierto modo, la batalla que estos días libran en las paredes del mundo el genial Banksy y los puristas del género agrupados en el equipo de su contrincante Robbo. Unos y otros se aplican minuciosamente a la tarea de borrar los grafiti del enemigo, con resultados del todo infelices -en particular- para la extraordinaria obra callejera de Banksy.

Artista secreto a pesar de los varios libros que ha publicado y de los trabajos que ejecuta a buen precio para firmas multinacionales, Banksy es un inglés de Bristol que anda cerca de la cuarentena. A esos datos se añaden otros rasgos igualmente vagos -el color rubio del pelo o la elevada estatura- y diversas conjeturas sobre su verdadero nombre. Una aureola de misterio que casa perfectamente con los hábitos de una actividad abocada al furtivismo como la de los grafiteros.

Importa más en este caso la obra que el personaje. Sin más que combinar textos con dibujos sacados de plantillas, Banksy ha llenado de ingenio las paredes de las principales ciudades del mundo en una tarea secreta y colosal. A veces son solo imágenes en las que un policía antidisturbios acorazado hasta las cejas registra la cesta de Caperucita (o de una cría con coletas y perro que se le parece mucho). Otras es una niña la que cachea, en justa represalia, a un agente del orden; o dos policías de Londres que se besan apasionadamente con el casco puesto. Hay también una paloma de la paz que, a diferencia de la de Alberti, se protege previsoramente con chaleco antibalas; indígenas que esgrimen sus lanzas contra los carritos del supermercado; un Cristo crucificado de cuyos brazos cuelgan bolsas de la compra o un activista que arroja ramos de flores en lugar de cócteles molotov.

También ha pintado textos sin acompañamiento gráfico, como el ¿Qué estás mirando? que Banksy escribió frente a una de las muchas cámaras que fisgan al vecindario en las calles de cualquier ciudad. Y hasta se ha dado el gusto de bromear sobre los gajes de su oficio con un grafito en el que reprodujo cierto imaginario teléfono de urgencias al que los ciudadanos molestos podrían llamar para el borrado de la pintada. Paradójicamente, no son pocas las autoridades locales que velan por la protección de sus grafiti a raíz de la notoriedad alcanzada por el artista clandestino.

Curiosa mezcla de grafitero e ilustrador de periódicos en la línea cáustica del español El Roto, Banksy usa el efímero lienzo de las paredes para dar salida a su arte. Se trata de un soporte aún menos duradero que el papel de los diarios, como acaso esté comprobando estos días el propio artista, víctima de una inclemente andanada de ataques que amenaza con borrar su obra de las calles.

El pecado de Bansky es el de la fama que, a juicio de sus colegas, le ha permitido enriquecerse y ascender de grafitero de barrio a la más respetable categoría de "artista urbano" con derecho a usar las paredes de las galerías y no solo las de la calle. No deja de ser una triste paradoja. Los mismos que hicieron hablar -no sin talento- a las paredes son los que ahora usan el spray de trazo gordo para enmudecer las creaciones del enemigo. Paredes borradas: calles mudas, dirían tal vez hoy los dinosaurios del Mayo del 68.

anxel@arrakis.es