Nos conocíamos de sus buenos tiempos y sé que no mentía cuando en los amargos días de su caída me dijo de madrugada que aquella discoteca en el centro de la ciudad había dado tanto dinero, que cada noche se necesitaba la fuerza de tres hombres para empujar la puerta de la caja fuerte hasta encajarla. Él y unos cuantos fieles y advenedizos que le rodeaban tuvieron que renunciar muchas veces al sueño porque no encontraban en el día tiempo bastante para gastar el dinero que no cabía en la caja. Agotados los lujos, se procuraron vicios nuevos y la compañía de mujeres codiciosas e insaciables que bebían el champán por un botijo y se empolvaban la cara con cocaína. Aquel tipo ventiló el negocio en poco tiempo y una noche al hacer las cuentas se encontró con que las deudas superaban a los ingresos, así que los acreedores se le echaron encima, le precintaron las manos y quedó en la ruina. Salvó la elegancia, un par de amigos y poco más. Las chicas se fueron a otra parte, arrastradas en su ceguera moral por el polen del dinero, ansiosas y desaprensivas, olvidadizas para la amistad y sensibles para las rentas. Y una de aquellas madrugadas en mitad de su dramática caída, me dijo mi amigo: "Yo soy el de siempre, muchacho, pero toda aquella gente ya no se fija en mí. Huyen de la mano que tanto tiempo les dio de comer. En estos casos la mierda suele ir más rápida que el viento. Me mantengo en forma y conservo algunos trajes de los de entonces, pero, ¿sabes?, me he convertido en un mendigo elegante. Mis amigos de entonces se apartan a mi paso, como si la pobreza fuese una enfermedad venérea. Olvidaron todas aquellas noches de excesos, cuando en nuestras manos el dinero era más abundante que el tiempo y se nos quedaban pequeños los brazos para apretar a tantas mujeres. Ahora que lo pienso, no me importa reconocer que éramos como cerdos que comiesen sin apetito". Yo sé que no exageraba en absoluto porque viví de cerca la rotunda abundancia de sus buenos tiempos. Había sido un tipo generoso rodeado de gente que no tardaría en perder la memoria. No había en la ciudad hoteles con las camas lo bastante anchas para sus juergas, ni vicios que su dinero no convirtiese en simples caprichos. La última noche que nos vimos me dio la mala noticia de que estaba enfermo. Lo hizo a su manera, sin perder el sentido del humor: "He perdido peso y la ropa me viene grande. Parezco un fugitivo que se escondiese de la muerte camuflándose en un sepulcro de trapo. Mira mis manos, amigo. Fíjate bien en ellas. Y dime cómo es posible que tiemblen de este modo las manos de un tipo que hace solo unos años era capaz de ganar al black jack apostando de oídas desde la escalinata del casino. Estoy acabado, lo sé. En algunos bares aún me fían las copas pero me jode porque aunque he perdido el dinero, no he perdido al mismo tiempo la dignidad, ni la vergüenza. Me pregunto qué habrá sido de todas aquellas mujeres. Supongo que son ahora las pulgas de otro perro. Suele ocurrir y no creo que tenga remedio. ¿Sabes?, las mujeres solo me veían bonitas las manos cuando en realidad me las hacía pequeñas el dinero. Ellas me demostraron que las manos que piden saltan menos a la vista que las manos que dan. Pero así es la vida, amigo. Yo era joven y rico; no tenía motivos para ser también sensato".