Para los ciudadanos es difícil entender lo que ocurre. Navegábamos confortables como millonarios en un trasatlántico seguro y de repente estamos sin salvavidas en medio de un océano tormentoso. Los mercados lo tienen claro: directamente sienten pánico. Ni la llegada de tecnócratas puestos a dedo, ni las medidas extremas de los gobiernos, ni los vuelcos electorales cambian el paso. Nunca creímos que íbamos a ver quebrar países porque los Estados eran la garantía absoluta. Hoy, al albur de lo que ocurre en Grecia, Irlanda o Portugal, muchos no solo lo consideran factible sino recomendable. Y un paso más adelante en el precipicio ¿por qué no va a fracturarse la Unión Europea? Corrientes internacionales de opinión han empezado a valorar esa opción como algo más que una especulación teórica. Sería una catástrofe, pero no es descartable.

Los gobiernos no dejan de mostrar su ineficacia para frenar el torrente, con una Alemania remisa a coger el toro por los cuernos. Quizá porque como afirmó uno de sus hijos más europeístas, el excanciller Kohl, es un país demasiado grande para medirse de igual a igual con el resto de actores europeos y demasiado pequeño para ejercer de líder mundial.

A una crisis bancaria, la de 2007, por el excesivo préstamo, se superpuso una crisis económica, la de 2009, con la liquidez cegada. A estas las siguió otra crisis de deuda, en 2010, por el descontrolado esfuerzo que hicieron los Estados para taponar las vías de agua. Y, por si fuera poco, emerge en este año la crisis del euro. La constatación de que unir bajo una misma moneda países de desarrollo asimétrico sin una política fiscal y presupuestaria de talla única era más un sueño romántico que un proyecto realista y práctico del que no se valoraron los inconvenientes. La prueba: que ante las mismas circunstancias unos países de la UE van a pique y otros, viento en popa.

El colapso de la moneda está a la vuelta de la esquina si no se pasa rápido de las promesas grandilocuentes y las palabras edulcoradas, que tardan una eternidad en materializarse, a los hechos inmediatos y radicales. La arquitectura europea, sus costuras, no pueden sostenerse mucho más tiempo sin cambios ni intervención.

Un grupo de expertos, fieles a los dictados de Angela Merkel, defiende la austeridad a toda costa para enderezar el rumbo. El camino es lento y peligroso: compromete el crecimiento económico al cercenar los estímulos. Sin crecimiento no hay más ingresos fiscales, ni menos paro, ni capacidad de generar recursos para devolver los préstamos. Habrá que recortar más, y vuelta a empezar hasta la anorexia terminal.

Otros expertos, como Stiglitz o Krugman, ambos premio Nobel, consideran que esa vía es un suicidio. Nunca los recortes han hecho remontar la economía. Abogan por realizar un extraordinario esfuerzo inversor público. Pero esta alternativa tampoco puede tomarse como una alfombra de pétalos. Los gobiernos no tienen un euro en las arcas. Si consiguen nueva financiación amplifican las deudas. El cáncer desemboca pronto en metástasis y de nuevo acabamos inmersos en otro círculo diabólico.

El desconcierto es comprensible cuando ni los especialistas se ponen de acuerdo. Probablemente el dilema sea falso, pues hay que hacer ambas cosas a la vez: no gastar más de lo que se tiene; y lo que se tiene, gastarlo mejor. Hallar el punto en el que lo benéfico de ambas acciones se potencie es lo complicado. Depende de aplicar con tino un enorme sentido común. Lo mismo que ocurre en cualquier economía doméstica a la hora de administrarse. De nada sirve ahorrar para vegetar en la indigencia. De poco invertir si no se efectúa de manera productiva. Tanta perversión entraña la tacañería como la opulencia.

En algo sí coinciden los partidarios de la dieta baja en calorías y los defensores de la grasa del presupuesto: se elija la vía que se elija, hay que acometer reformas estructurales y asumir que las decisiones tienen un coste. El que se paga por la Unión Europea, por ejemplo, deben comprenderlo antes que nadie los alemanes, que exponen mucho pero obtienen más.

Otro retroceso para 2012 está cantado, en este bucle sin solución de crisis que se retroalimentan. Si los gobiernos aprietan, las masas se rebelan, alumbran revueltas, crece la desafección hacia los políticos. Si siguen gastando, huye el capital, la deuda alcanza intereses imposibles, el crédito seca, el paro cabalga. Pero no podemos permitir que cale el mensaje de la desesperanza, de que no hay expectativas.

Al final los líderes europeos, incapaces o escasamente valientes hasta la fecha, tendrán que emprender lo necesario para evitar un fracaso tan devastador como una guerra. Remedios, mejores o peores, existen. Solo falta la voluntad de aplicarlos. Se puede hacer mucho para evitar el desastre, empezando por poner en orden las cosas en casa. Esperemos que los gobernantes europeos alcancen a darse cuenta pronto. Mismamente el próximo viernes, cuando celebran una cumbre. Si siguen mirando para otro lado o cada uno a lo suyo, más descomunal necesitaremos que sea luego el esfuerzo para recuperar el tiempo perdido.