Por aquí, como en todo Occidente, el debate entre República y Monarquía, que se atiza aún de vez en cuando, parece, más allá de su carácter filosófico, un pasto blando para diletantes. Cuesta creer que los europeos percibieran que su consideración fuera mayor en Alemania que en Suecia o que Dinamarca fuera un país más justo y moderno que Francia.

Sólo gentes de instrucción deficiente podrían afirmar hoy que la Monarquía es en todas partes Ancien Régime. O que por mucho más afortunados habrían de tenerse los súbditos de Teodoro Obiang que los ciudadanos de Noruega, sujetos de todos los derechos bajo una Monarquía. Sin salir de España, hay quien juzga más "progresista" el proyecto totalitario patrocinado por ETA que el parlamentarismo que ampara la corona.

La cuestión verdadera es la que se refiere a la libertad, que será toda, y a la justicia, que será cierta. Porque la clave es la democracia y, sin necesidad de hilar más fino ahora mismo, pocas diferencias podrían advertirse entre Canadá y Reino Unido o entre Finlandia y Japón. En una Monarquía como en una República, es la iniquidad lo que más se parece a sí misma como saben bien las mujeres iraníes o sauditas.

Por eso quiero hablar, no de reinos o repúblicas, sino de quienes dirigen países democráticos, sociedades como las europeas que, bajo cualquiera de esas fórmulas, comparten valores heredados del Humanismo y de la Ilustración para elevar a los hombres a la consideración superior del ciudadano, no para uncirlos y someterlos.

A las élites políticas quiero referirme y, sin considerar su origen, desde luego a los reyes y a los presidentes. A los usos que condicionan el ejercicio de sus funciones. A ellos, pero también a sus entornos, a esos círculos tan próximos que pueden menoscabar un crédito bien aquilatado y exponer a grave riesgo personas e instituciones.

Así, contra quienes aseguran que la corrupción, en sus múltiples manifestaciones, encuentra más amparo en la inamovilidad de la Monarquía, sostengo que la conducta social tendría más que ver con una escuela que en verdad lo fuese. Porque en ella se formasen políticos honrados y capaces como también ciudadanos moralmente exigentes. Sería una cuestión de educación, y en ese empeño de formar personas celosas de sus derechos y responsables de sus obligaciones, en ese afán de lograr ciudadanos y no mascotas, la escuela es el elemento axial.

En un país norteño, dimitió de inmediato un ministro que, según noticia de prensa, por renovar su despacho -mesa y butaca- había elegido sin otro requisito a la empresa de su hermano.

Por aquí, ayunos de una cultura cívica que exija ese ejemplo y de una escuela que la propague, antes que como un ejercicio de responsabilidad concebimos la política como una oportunidad y, hechos a la desvergüenza y al fraude, a menudo somos indulgentes con los truhanes que, sin mayores consecuencias penales, muestran gusto demasiado por lo común.

Hace unos días, supimos que al delegado de Obras Públicas en Huelva se le reclaman 3.685 euros de cuando, como alcalde de Valverde del Camino y contra la Visa del ayuntamiento, en una mancebía de nivel, para sí y unos amiguetes, pagó una ronda de kikis.

Y porque el hilo lleva al ovillo, mientras se esperan noticias de la depuradora de aguas de Valencia, supimos que otro regidor con mando en caja y el sincero cinismo que promueve la impunidad, declaró que se pagaba las hetairas con dinero público, más anónimo, porque el peculio propio, con nombre y apellido, no debiera por vergüenza destinarse a un fin nefando.

Todo ocurre así donde se construyen aeropuertos solamente por el gusto de trincar e inaugurarlos, tras haberle otorgado a una cuñada la concesión del ambigú, allí donde la ética es rareza que mueve a compasión. Pero acontece que cuando se sigue a quienes llevan a los países hacia la indecencia, la marea de fecales sube inevitablemente hasta alcanzar las esferas más elevadas.

Nadie podrá sustraerse a la muerte, es verdad. Ni siquiera Bérenger I, el protagonista de Le Roi se meurt, una de las piezas más conocidas de Ionesco. Morirá él, angustiado y señor de un reino grotesco toujours en congé, siempre de permiso. Morirá cuando finalice la pieza.

No morirá Le Roi cuando Él lo quiera, cuando Él tenga tiempo, cuando Él así lo decida. No ocurrirá de ese modo, pero, cuando ocurra, una especie de bruma grisácea lo envolverá sentado todavía sobre su trono y... colorín colorado.

Nadie podrá sustraerse a la muerte, pero, en nuestro caso, todo resulta más complejo y arriesgado. Rumbo siempre al precipicio, somos un país con enorme vocación y probada pericia para el desastre.

Puso Marichalar lo grotesco, porque a eso nos tiene acostumbrados la realeza. Pero a Urdangarín le supo a poco l'empire y ambicionó deux soleils, deux lunes, deux voûtes celestes... à la fois l´aube et le crépuscule...Entre ambos, el Rey, en boitant légèrement, se bate contra las puertas. Il perçoit encore les couleurs, pero contra todo se hiere.

Mientras, vigilantes y agitadas, las hienas se impacientan y los bilduetarras, que descreen de las lágrimas y se consideran presas y no alimañas por esconder en el que fingen el dolor infligido, ya han pedido explicaciones sobre la real salud, que parece "precaria".

Creen que sin escuela ni rey el país habrá de serles propicio. Para decretar la hora del odio. Como la del amor o la de la melancolía.

Ignoran ellos, sin embargo, que aquí el viento es al cabo quien decide los paisajes.