Como si no existiesen asuntos de mayor actualidad, importancia y urgencia de los que ocuparse, la prensa saca de vez en cuando alguna idiotez estadística al estilo de la que habla de la ciudad con mayor calidad de vida -que suele ser un villorrio periártico donde no se ve el sol durante todo el invierno- o, como acaba de suceder, la lista de las profesiones que hacen más felices a quienes se dedican a eso. La primera entrada es la de sacerdote, actividad a la que no estoy demasiado seguro de que quepa llamar profesión en un sentido estricto, aunque sólo sea por razones sindicales (por la carencia de ellas, vamos). Tener como patrono a Dios es asunto un tanto delicado a poco que se piense recurrir al derecho constitucional a la huelga y, si pensamos no ya en el presidente del consejo de administración sino en el jefe de personal, tampoco con los obispos se sale ganando. Por añadidura, la noticia, que viene de un instituto de Chicago, no precisa cuál es la religión en cuestión con tanto sacerdote satisfecho y, claro es, el detalle tiene su importancia. Ahí es nada en términos de felicidad militante el poder inspirarse en la vida de los cardenales del Vaticano o seguir por las sendas del budismo zen. El propio sentido de la felicidad está bajo sospecha si se recurre, por poner un ejemplo, a los rituales religiosos que terminan en atentado suicida. Pero a quien ejerce de delegado de la divinidad le siguen, por este orden, bomberos, fisioterapeutas y escritores; una retahíla profesional que pone bien a las claras la tontuna del criterio. Como conozco a pocos bomberos y a casi ningún fisio, me resulta difícil reflexionar acerca de lo felices que puedan ser. Sin embargo, los escritores con los que he coincidido a lo largo de mi vida son legión y podría poner la mano en el fuego acerca de que no es ni por asomo un oficio que lleve a la alegría permanente. Cuando no anda en busca de un recurso sintáctico nuevo, el escritor se debate entre las dificultades para culminar una novela y la angustia ante la perspectiva de dar con una editorial dispuesta a publicarla. Los autores de ladrillos de consumo de los que están tan de moda, llenos de asesinatos y tramas con personajes sacados de la historia medieval, son una excepción, pero llamar literatura a eso puede resultar tan excesivo como enojoso.

Teniendo en cuenta que las entradas siguientes a las de los escritores se reservan a la enseñanza, maestros incluidos, queda clarísimo que o bien Chicago pertenece a la galaxia de Andrómeda o somos los profesores españoles los que ejercemos de marcianos. Entre los inventos económicos como los de la Generalitat catalana y los manejos de los distintos titulares del Ministerio de Educación de Madrid, ejercer la enseñanza ha sido, en las últimas décadas, una pesadilla. Igual es eso, y lo que dicen los investigadores del Estado de Illinois tiene que ver tanto con el consumo terapéutico de opiáceos como con el brote de risas que te entra cuando, ante la desesperación cotidiana por tener que dedicarte a tales oficios, optas por los paraísos artificiales.