He visto cosas que no creeríais. He visto y palmeado sus espaldas, con respeto y adoración, a Kubala, a Di Stéfano, a Ramallets, a Puskas, a Gento, a Amancio, a Gracia, a Cayetano Re: llegué a hablarles (¡y me respondían!: "¡Qué pasa, chaval!") cuando jugaban en su época de aún máximo esplendor. No tuve, para conseguirlo, que saltar vallas, eludir controles de seguratas, colarme por los conductos del aire de un hotel. Bastaba con acudir, al final de los partidos en el antiguo Carlos Tartiere, a la puerta de salida de los futbolistas, de la mano de mi padre, esperar un ratito e intimar, durante unos brevísimos instantes celestiales e ingrávidos e incomparables e incandescentes, con aquellos dioses a los que, momentos antes, veía asombrado darle a la pelota como si fuera al mundo.

He visto cosas que no creeríais. Me he visto intentando conseguir una entrevista con el escritor Rafael Sánchez Ferlosio y oyendo cómo me colgaba el teléfono, alegando que no tenía nada que contarme sobre literatura. Me he visto tratando de que Vicente Aleixandre me recibiese, pero aseguraba él padecer la gripe. He visto cosas que no creeríais, sí: a novelistas que acudían borrachos como monas a dar una charla, burlándose del público, despreciándolo a modo; a poetas que no concedían entrevistas bajo ningún concepto (bueno, si el entrevistador era guapo o guapa, a lo mejor); a dramaturgos que olvidaban las citas con la prensa por el calor de unos tintos o unos porritos; a ensayistas que me mandaron a paseo cuando intenté robarles unas palabras o que me respondían con la boca llena de sardinas, tras una conferencia sobre El hambre como construcción cultural. He visto, pues, a los escritores (incluso muchos de quinta fila) comportarse como dioses. He visto, sin embargo, a los mejores futbolistas conducirse tan sólo como héroes.

Pero las cosas cambian que es una barbaridad. Me escribe, acongojado, el periodista y escritor Tino Pertierra sobre cómo acaba de comprobar que cierta librería de toda la vida no vende una escoba. Invitas a un escritor a dar una charla y acepta llorando de gozo, amén de venir gratis; le pides una entrevista y a las tres horas de entregado parloteo por su parte concluyes que no te lo quitas de encima ni con hirviente agua; llegan planchados y almidonados y duchaditos a sus conferencias, incluso con antelación sobre la hora prevista; los he visto sonreír, ni ningunear al respetable ni ofenderlo, hasta en muchas ocasiones se mostraron educados y solícitos. Los he visto reduciéndose al tamaño natural del ejército de los derrotados, exdioses, hoy comunes mortales, comunísimos. Por el contrario, a ver quién es el guapo o la guapa que puede presumir de haber charlado, un ratito nada más, con don Cristiano Ronaldo, con don Leonel Messi, casi estoy por decir que con un centrocampista reserva del Getafe o del Sabadell, dicho sea con respeto a azulones y arlequinados. "No me toquéis", grita su mirada; "guardad las distancias", avisan sus gestos; una foto rápida, por aquello de no dar demasiado el cante, y a otra cosa. Hay un nuevo paradigma, un hodierno modelo de triunfo social olímpico: el ser futbolista, el notar a tu paso el silencio admirativo, el ver cómo se apartan de tu andar, o los gorilas los alejan, los galloferos, los siervos de la gleba con sus hipotecas, deudas y miserias. Si hay un alumno de mi instituto que juega en no sé qué subdivisión cadete de un equipo de Primera y ya camina hacia las aulas rodeado de una corte que ni llevaba Rafael Alberti en vida, que ya es decir y que la he visto yo.

Decían antes los padres: "Hijo, deja de jugar y hazte un hombre de provecho: estudia". Hoy, un papi posmoderno pregunta con razón: "Pero ¿qué coño haces con tanto libro, subnormal? A ver si te haces un futbolista de provecho, mariquita".