Poco a poco la cuestión de la clase social va adquiriendo una renovada centralidad. El sociólogo Robert Putnam y su equipo de Harvard llevan años desentrañando las consecuencias de la desigualdad en Estados Unidos y sus efectos sobre el porvenir de la nación. Putnam habla de los contextos culturales y económicos que refuerzan la atomización, sin que -por otro lado- surjan los contrafuertes necesarios. En este sentido, el fracaso se articula en una doble espiral, civil y política, que debilita las perspectivas de futuro. Lo dramático, en todo caso, es que las habilidades que se requieren en el mundo globalizado son cognitivamente cada vez más exigentes y están sujetas a una mayor competencia. Si analizamos los resultados del informe PISA, se constata una distancia sin precedentes entre las sociedades de éxito y las fracasadas. Sería el caso de países como Singapur, Corea del Sur, China y Finlandia -los mejores en matemáticas, lengua y ciencias-, cuyo capital humano se incrementa de modo exponencial año tras año. Evidentemente, nada de todo eso es gratuito y las consecuencias de no hacer frente a ese reto se terminarán pagando tarde o temprano.

Junto a la burbuja económico-financiera, el otro gran fracaso español lo constituye la educación. Entre Finlandia y España, la disparidad cultural es notable y la polarización de clases sociales solo agravará las limitaciones obvias del modelo. Si el experimento finlandés se fundamenta sobre todo en la importancia de la cohesión como garante de la equidad, España ha optado por una creciente privatización de las oportunidades. La enseñanza a dos velocidades solo conduce a una bifurcación de unos alumnos marcados ya por las diferencias de inicio. Los estudios de Putnam prueban que en Estados Unidos las familias de clase media-alta educan de una forma muy distinta a la de las clases obreras: les leen a diario, dialogan más con sus hijos, los inscriben a un mayor número de actividades extraescolares y pasan más tiempo con ellos. Como resultado, los niños disponen de un vocabulario más rico y manejan mejor las estructuras gramaticales avanzadas. Su capacidad de autocontrol -la "inteligencia ejecutiva", en palabras del filósofo José Antonio Marina- es visiblemente superior, incluso a edades tempranas. Con el paso de los años, la brecha no hace sino incrementarse agravando la bipolaridad social. Es de temer que, en nuestro país, pueda suceder algo similar.

Al contrario que en Finlandia, la educación en España goza de escaso prestigio: los alumnos de bachillerato mejor preparados optan por carreras técnicas o sanitarias y no por magisterio; la amplitud del currículum dificulta una buena asimilación de las habilidades cognitivas más esenciales, como la aritmética y la lectoescritura. De acuerdo con los últimos informes, el nivel de conocimiento de inglés a los dieciséis años roza el analfabetismo. De media, los padres finlandeses acuden a las bibliotecas diecisiete veces más que los españoles. Y en cuanto al shock inmigratorio, que ha llevado a doblar la población extranjera en Finlandia, apenas ha tenido consecuencias negativas en los resultados académicos.

Lo interesante del caso finlandés es que se trata de un modelo educativo basado en la equidad y en la cohesión, que lucha acertadamente contra la desigualdad de oportunidades. El problema de España apunta en sentido contrario y nos habla de los peligros de una sociedad dividida desde dentro. No afrontar este riesgo supone segar en buena medida la prosperidad futura del país. Un currículo centrado en lo esencial, la detección precoz de las necesidades especiales, la atención a la lectura, la cualificación del profesorado, una mayor autonomía de los centros, la generosidad de las becas y la implicación de los padres. Todo esto es indispensable. Más aún, debería ser una prioridad nacional.