Quién no ha experimentado la sensación de desasosiego al recibir una mirada reprobatoria de la cajera del supermercado porque el cliente se niega a marcharse antes de pagar. La minoría de personas que abonan sus deudas religiosamente son los apestados de la era contemporánea. La cultura del impago se ha transmitido a los gobiernos, a las hipotecas inmobiliarias, a los constructores, a los bancos y a los piratas del gratis total en internet. Estados Unidos es el país más poderoso del planeta gracias a su deuda inconmensurable. Bien mirado, Sánchez Gordillo y sus asaltantes de supermercados son una pandilla de vulgares imitadores.

Siempre que asistíamos a un montaje de la sátira Aquí no paga nadie, escrita por Darío Fo en los años setenta, celebrábamos la vigencia de la obra. Atribuíamos por error la vitalidad a un mérito del dramaturgo, cuando su inmortalidad se debe a la condición humana. El último montaje de esta experiencia de matriz milanesa se acaba de representar en un par de supermercados de Andalucía, con el verismo acostumbrado. Coincidimos con la opinión publicada en que es intolerable que los jornaleros se comporten como banqueros, pero el acontecimiento más relevante de la crisis en curso y en discurso -por encima del 15-M- ha sido seguido con el mismo pánico y erizamiento de cabellos que una función de Aquí no paga nadie. Nos recuerda que la sociedad más evolucionada se halla a dos almuerzos de la barbarie.

Y pensar que la deuda significó un día pecado, un oprobio para sus practicantes. Durante la burbuja, el crimen consistía en saldarlas. Ahora cuesta un infierno restaurar el egoísmo digno que justificó el advenimiento del capitalismo. La mano invisible que guiaba el mercado fue sustituida por un puño visible que transforma a los ciudadanos en mano de obra abaratada. Los supermercados o mercados reforzados sobrevivían a la locura financiera porque la escala reducida disuadía a los grandes endeudadores. Si tampoco se paga en el súper, todo está perdido.