Aunque San Agustín no los incluya en los splendida vitia, la expresión es buena para describir los placeres del verano madrileño. Sea cual sea la temperatura, el aire seco es más llevadero que las humedades de la costa, la polución disminuye con las vacaciones y secan los bronquios fumadores. Está floja la cartelera de cine y música, pero la cosa cambia con las exposiciones temporales de los grandes museos. Es un vicio espléndido ver la muestra de Edward Hopper en el Thyssen, apenas sin hacer cola, con todas las salas a tu disposición durante horas y sin premuras para abrir hueco al turno siguiente. Se han dicho mil cosas importantes sobre este inmenso artista estadounidense del siglo XX. El merodeo entre sus óleos, acuarelas, grabados y dibujos me sugiere una que a lo mejor es una bobada: en la neutralidad siempre hay trampa. Hasta su firma impersonal de versales sin un solo rasgo de carácter es parte del juego de una mirada que se posiciona sin más propósito aparente que el de proyectar imágenes objetivas. Pero todo está pensado, elegido, compuesto e iluminado para transformar la noción de lo real en un juicio sobre la realidad. Ars poetica, en definitiva, que va descentrando la impresión de neutralidad en dirección al apasionamiento. Nunca entendí a los neutrales, y el parti pris de Hopper ante sus modelos engañosamente neutros me da la razón, o, por lo menos, me hago ilusiones de ello.

En las muestras temporales del Museo del Prado alcanza su esplendor el vicio estival. El último Rafael transmite en los enormes cuadros de altar otra clase de implicación personal a través de composiciones artificiosamente imaginadas para estimular la devoción o enmarcar el culto de la divinidad o la santidad, nociones en principio insubjetivas. La traición de lo sacral está en la humana verdad de los modelos -insuperable la colección de retratos intimistas o "áulicos"- y en la avenencia de la perfección que asombra y la belleza que emociona. Lo que el de Urbino y sus discípulos Penni y Romano lograron en el primer tercio del siglo XVI fue otro salto de gigante en los nexos conciliatorios del arte y la vida con un lenguaje magistral que condensa en aquél lo más elocuente de ésta.

Hay más vicio en las temporales del Prado. Por ejemplo, el del coleccionismo de los grandes mecenas, históricamente fundamental y amenazado ahora por la decadencia del encargo ante el valor seguro en términos de inversión. Es deslumbrante lo que llegó a crear Murillo en sus últimos años, cénit del Barroco del XVII, a instancias de su amigo Justino de Neve, canónigo de Sevilla. El coleccionismo no está al alcance de muchos viciosos, pero este conjunto del disperso legado Murillo/Neve, que suma varias restauraciones, persuade absolutamente de la necesidad del mecenazgo. A ver si se animan los legisladores.

Nuestro contemporáneo Eduardo Arroyo, a quien encontramos un día en una exposición y otro en la escenografía de una ópera, exhibe en El Prado su Cordero místico, recreación también espléndida, a lápiz y en papel vegetal, del políptico de los hermanos Van Eyck que custodia el Museo. Siglos XV y XXI fundidos como ejemplo del ir y venir sin tiempo que comunica las formas del arte y la imaginación de los artistas. No es frustrante, ni mucho menos, veranear sin salir del país. Por ahora.