El Tribunal Supremo ha confirmado, en una reciente sentencia, que no cabe conceder el concierto educativo a los colegios que segreguen por sexo. No dudo que la decisión de los jueces se ajuste a Derecho, pero me pregunto el porqué. En contra de lo que sostienen sus más fervientes partidarios, yo no creo que la separación de niños y niñas en las aulas tenga un gran impacto educativo. Sin embargo, me preocupa que cada vez nos sintamos más cómodos imponiendo nuestras convicciones a los demás. Tal vez se trate de una herencia del franquismo, aunque a mí me sugiere una especie de dogmática perversa que, en nombre de la libertad, cercena precisamente la elección de modelo educativo. Existen sociedades modernas -como los EEUU con el homeschooling- donde consideran normal que los niños se eduquen con los padres, sin pasar por el colegio. Entre nosotros, en cambio, todo lo que no sea la uniformización ideológica resulta motivo de inquietud. Sé perfectamente que las bases científicas que justifican la enseñanza diferenciada son, en buena medida, discutibles. El doctor Leonard Sax y el psicólogo Michael Gurian, dos de sus principales apóstoles, sostienen que las causas principales del fracaso escolar radican en la particular estructura neurológica y hormonal de los niños y de las niñas y que, por tanto, unos y otros necesitan un tipo distinto de escuela. Se sabe, por ejemplo, que los chicos no oyen tan bien como las chicas, aunque -para hacer honor a la verdad- esas disparidades son minúsculas, perceptibles tan sólo en caso extremos. Se sabe que las niñas empiezan a hablar antes que los niños y que su competencia lingüística es mayor cuando empiezan el colegio. Los varones, por su parte, superan -como media estadística- a las mujeres en el uso del razonamiento espacial y en las matemáticas avanzadas. Por supuesto, cabe preguntarse qué papel juegan los genes y qué rol le corresponde al entorno cultural. La respuesta no es sencilla, pero lo más plausible consiste en creer que la cultura magnifica unas diferencias de base que, siendo reales, no son tan significativas. Así lo manifiesta, al menos, el consenso de la comunidad científica.

Sin embargo, nada de eso me parece muy importante. Quiero decir que si los beneficios de la educación diferenciada se consideran discutibles, ¿qué teoría pedagógica no lo es?: ¿la psicomotricidad, tal vez -con su correlato, la lateralidad-, que se ha convertido en el último mantra de la educación infantil en España? ¿Los bits de Glenn Doman? ¿Piaget o Vygotsky? ¿El uso y abuso de los deberes o el uso y abuso de los proyectos en el aula? Si buscáramos la genealogía de muchas de estas fórmulas educativas, comprobaríamos la pobreza empírica de sus cimientos y la escasez de datos que las avalen. Evidentemente tampoco pienso que sea un problema, porque no existe una sola senda para llegar al éxito educativo. Hay estructuras que funcionan mejor que otras, hay entornos positivos y otros negativos, hay profesores mejores y peores; pero ninguna realidad humana responde a una única ecuación. Por ello, la libertad constituye el valor crucial: libertad para elegir un modelo de enseñanza; libertad para experimentar nuevas formas de transmitir el conocimiento; libertad para respetar las diferencias; libertad, en definitiva, para que los padres puedan optar de acuerdo con sus principios morales. Si empleamos el lenguaje de los hechos, España lidera la clasificación mundial del fracaso escolar. Año tras año, nuestros hijos quedan rezagados en comparación con los alumnos de los países de nuestro entorno. En muchos aspectos, el eclipse educativo equivale a la quiebra económica y moral de una sociedad. Y ante esa certeza, no creo que haya que tener miedo a la libertad ni a sus frutos.